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La dimensión de justicia existente en el misterio de salvación que es la Iglesia

Redacción (Viernes, 07-01-2011, Gaudium Press) La narración del libro del Génesis hace percibir, en el acto mismo de la creación, a Dios que ordena todos los seres a su finalidad: los luceros para servir de señal para marcar el tiempo (Cf. Gn 1, 14-18); los animales y los vegetales, multiplicándose según su propia naturaleza (Cf. Gn 1, 24-25).

San Ambrosio explica:

image1954_043_1-300x199.jpgEn efecto, la palabra de Dios corrió por toda la creación en la constitución del mundo y, en el futuro, por la determinación de la ley, para que todas [las criaturas] tuviesen una sucesión conforme su propia especie y semejanza; así, león engendra león, tigre engendra tigre, vaca engendra vaca, cisne engendra cisne, águila engendra águila. Definitivamente, el precepto se enraizó para siempre en la naturaleza, y por eso la tierra no deja de prestar obediencia a su función. [1]

Y para el hombre, imagen y semejanza del Creador, además de la norma inscrita en su propia consciencia, Dios, «creando» uno de los principios de legalidad -«nulla poena sine lege»-, les dio este precepto: «de ligno autem scientiae boni et mali ne comedas», y justa pena: «in quocumque enim die comederis ex eo, morte morieris» (Gn 2, 17).

Esta breve reflexión de la antropología cristiana hace recordar lo que dice Ghirlanda al comentar sobre el hombre como un ser en relación: «El estar en relación con el otro es una necesidad estructural del sujeto (ubi homo ibi societa)», y de las varias posibilidades de actuación, «el sujeto, en su libertad, se encuentra delante de la responsabilidad de las elecciones morales que debe hacer entre las varias posibilidades que se le ofrecen». [2]

Por tanto, concluye el autor, «una vez que las raíces del fenómeno del derecho» se encuentran en la sociabilidad del hombre, «ubi societas ibi ius», también se puede decir «ubi homo ibi ius», pues «al socio se le requiere un empeño de verdad y de lealtad. La ley positiva comprende en sí la eliminación del error, mediante la coordinación estable y regular de las acciones». [3]

La necesidad del Derecho fácilmente se observa hasta en las sociedades primitivas, aunque en la concepción de los respectivos ordenamientos jurídicos pudiesen estar, en estos o en aquellos aspectos, distantes de los planes del Creador.

Para Santo Tomás de Aquino, hay una sola ley, la ley eterna: la parte revelada es la ley divina; la otra, que queda esculpida en la consciencia de los seres racionales, es el derecho natural. Debajo de ellas, la ley positiva, que es aquella convertida en norma puesta por los hombres y que no puede contrariar ni la ley natural, ni la ley divina, o sea, la ley positiva es mera transcripción, para entendimiento de los hombres, de la ley eterna. Por eso el Doctor Angélico sustentaba la posibilidad de la resistencia a la ley inicua, esto es, cuando la ley positiva contraría la ley natural, no debe ser obedecida. [4]

La Iglesia como Sociedad y como Pueblo de Dios

Si el hombre en sociedad necesita de un derecho para alcanzar mejor su fin, si el Pueblo Electo recibió, en piedra, los preceptos que Dios les escribió en el corazón, ¿qué decir de la Iglesia de Cristo? [5]

La Iglesia es llamada por el Apóstol el Cuerpo místico del Dios encarnado, en comparación con el cuerpo natural del hombre (Cf. Ef 1, 23). Cristo la cabeza, Ella el cuerpo; Él el motor y el influjo, Ella la realizadora del bien; Él el principio de la perfección, Ella, aunque perfecta en la doctrina, camina hacia la perfección de los miembros; Él el gobierno y la autoridad, Ella protegida y ordenada; Él el inigualable Fundador, Ella la magnífica fundación. Él el escogido de las naciones, Ella la sociedad de los hombres electos, el Pueblo de Dios; Él Dios y hombre, Ella humana y divina, analogía perfecta del misterio de la Encarnación.

Considerada como Pueblo de Dios es una sociedad, cuyos miembros, unidos no solo por los vínculos de parentesco o nacionalidad, gozan de la libertad y dignidad de hijos de Dios, tienen un fin común, que es el Reino de los Cielos, y como ley el mandamiento nuevo, de amarse unos a otros como el propio Cristo nos amó (Cf. LG 9).

Y aunque sean de naturaleza esencialmente espiritual, los vínculos sociales del Pueblo de Dios, o sea, una comunión de afecto, entre hermanos (Cf.LG 9), «debe ser también entendida como una realidad orgánica, que requiere una forma jurídica», al mismo tiempo que es animada por la caridad. [6]

Por eso es que el derecho debe regular y estructurar las relaciones de ésta sociedad es un derecho sui generis, el derecho eclesiástico -la dimensión de justicia existente en el misterio de salvación que es la Iglesia-, el cual, por expresarse muchas veces en cánones, es también llamado de Derecho Canónico.

6894_M_fbb162a3a.jpgHay una objeción hecha por aquellos que, armados de argumentos de orden pastoral, afirman que «la Iglesia no precisa de un derecho». El único mandato del divino Redentor fue que los discípulos, por el mundo entero, anunciasen la Buena Nueva; por tanto, el derecho no tendría origen en Cristo, sino en los hombres. ¿El propio Código de 1983 no reconoce la caducidad de las leyes, derogándolas en aras de la salvación de las almas, como ley suprema?

Se debe temer mucho que, bajo el pretexto de pastoral, se excluya el derecho. Hay un serio riesgo de requintado autoritarismo por parte de los que, despreciando el derecho universal de la Iglesia, lo hacen substituir por el arbitrio de sus voluntades, fantasías y caprichos. Véase lo que nos enseñan los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles.

Fue Cristo quien escogió a los Doce (Lc 6, 12-19), pero cuando se trató de nombrar un substituto para el Iscariotes, les tocó a los Apóstoles establecer las reglas para la sucesión, «dederunt sortes eis, et cecidit sors super Matthiam», que fue luego incorporado al número de los Apóstoles. (At 1, 21-26).

Esto también se aplica al Sacramento de la Eucaristía, dejándonos el mismo Cristo pocos detalles respecto al rito. San Agustín nos enseña que el Señor así lo hizo -dándonos el Sacramento después de la cena-, «para valorizar de sobremanera la profundidad de este misterio», y para con el «marcar los corazones y la mente de los discípulos»; con todo, «dejó la reglamentación a los Apóstoles que debían organizar la Iglesia». [8]

Recuerda Juan Pablo II, en la Constitución Apostólica «Sacrae Disciplinae Leges», por medio de la cual fue promulgado el Código de 1983, que «en el transcurso de los tiempos, la Iglesia Católica se acostumbró a reformar y renovar las leyes de la disciplina canónica, a fin de, en la fidelidad constante a su Divino Fundador, adaptarlas a la misión salvadora que le es confiada», y que el objetivo del Código no es «substituir, en la vida de la Iglesia o de los fieles, la fe, la gracia y los carismas, ni mucho menos la caridad. Al contrario, su finalidad es, antes, crear en la sociedad eclesial un orden que, dando primacía al amor, a la gracia y a los carismas, facilite al mismo tiempo su desarrollo orgánico en la vida, sea de la sociedad eclesial, sea de cada uno de sus miembros».

Aunque sea responsabilidad principalmente de los Obispos la custodia y la vigilancia de las leyes de la Iglesia, nos enseña el Papa San Celestino I que «a ninguno de los sacerdotes es lícito ignorar los cánones», [9] y el IV Concilio de Toledo (633) prescribe que «los sacerdotes conozcan las escrituras sagradas y los cánones», y que «la ignorancia, madre de todos los errores, debe ser evitada, principalmente en los sacerdotes de Dios». [10]

Por P. Alex Barbosa de Brito, EP

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[1] AMBRÓSIO. Examerão – Os seis dias da criação. Sexto dia. 3, 9. Coleção Patrística, Tradução Célia Mariana Franchi Fernandes da Silva. São Paulo: Paulus, 1996. Vol. 26. p. 230.

[2] GHIRLANDA, Gianfranco. O Direito na Igreja: Mistério de Comunhão. Tradução Pe. Carlos da Silva. São Paulo: Santuário, 2003. p. 17.

[3] GHIRLANDA, Gianfranco, op. cit. p. 18.

[4] Cf. S Th I-II q. 94, a. 2. El mismo concepto se encuentra en II Sent., 42, 1, 4 ad 3.

[5] (Salmo 57,1) Cf. AGOSTINHO, Santo. Comentário aos salmos. 2. ed. São Paulo: Paulus, 2008. p. 136.

[6] Cf. Ghirlanda, op. cit. p. 43-44.

[7] Cf. JUNGMANN, J. A. Missarium Sollemnia. Tradução de Monica Ottermann. São Paulo: Paulus, 2009. p. 25.

[8] Apud S Th III, q. 80, a. 8, 1. Suma Teológica. 2. ed. São Paulo: Loyola, 2003. Vol. 9.

[9] Papa Celestino em Carta aos Bispos constituídos na Apulia e Calábria, 21 de julho de 429. Apud HORTAL, Jesus. Prefácio ao Código de Direito Canônico. São Paulo: Loyola, 2004. p. 15.

[10] IV Concílio de Toledo, 633. Apud. HORTAL, Jesus. Prefácio, op. cit. p. 15.

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