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El espíritu de la Iglesia y su acción social

Redacción (Viernes, 18-03-2011, Gaudium Press) Cuales piedras preciosas en un precioso manto, las catedrales y abadías; castillos y pintorescos burgos enjaezados de bellos jardines que se esparcen por toda Europa forman un conjunto variado y armónico. En su solidez pétrea, secular y magnífica, estos monumentos dan la impresión de ser impasibles para la Historia.

La contemplación de estas maravillas de la ingeniería, probadas tanto por el rigor de las intemperies como por lo irreparable de los siglos, genera en nuestro espíritu una sensación de estabilidad, seguridad y perennidad; pues, más que hijas de su tiempo, evocan en nuestro espíritu algo del orden celestial y eterno.

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Foto: Neil Wilkie

Tal como los predios, los hombres que los concibieron eran estables, serenos y contemplativos. Entretanto, la plenitud de este estado de espíritu que penetraba en toda la sociedad se daba en la vida operosa, serena y meditativa de una corte innumerable de monjes que abandonaban todo a fin de meditar en Dios, Motor Inmóvil.

Al considerar aquellos tiempos, seríamos llevados a pensar que la estabilidad de los hombres de antes, que a lo largo de generaciones habitaban en las mismas tierras; cuya vida «monótona», regulada por el repicar de las campanas que anunciaban los oficios litúrgicos, no les capacitaba a las actividades de las cuales nuestros contemporáneos tanto se ufanan.

Entretanto, como demuestra la Historia, los siglos de la Europa Cristiana conformaban la vida rural y monástica con un intenso, amplio y variado progreso humano.

La cultura de la antigüedad pagana no sólo fue preservada de las invasiones bárbaras, sino se enriquecía con el aporte de las universidades en el entusiasmo ardiente y penetrante de sus doctores.

El avance no se restringía al ámbito intelectual. La alta Edad Media y los siglos subsecuentes, fueron épocas de intenso progreso económico. Las selvas y pantanos de Europa se tornaron tierras de cultivo; la abundancia de los campos generaba la riqueza de la industria; estos, a su vez, impulsaban el crecimiento de las ciudades; el comercio y las peregrinaciones impulsaban la logística de las rutas; en fin, la Europa Cristiana siempre se caracterizó por una intensa vitalidad.

Se diría que este inmenso organismo social se formaba sin planeamiento y coordinación, pero con innegable y profunda armonía. Esta unidad no se debía a los fragmentos de la civilización clásica o al mosaico étnico de los pueblos invasores, pero sí, a una especie de principio vital capaz de producir extremos de estabilidad y contemplación, pero también de progreso y actividad.

El alma de la civilización occidental naciente era la Iglesia de Cristo. El esplendor de la antigua Europa -de la cual la contemporánea aún hoy recoge los frutos- nació en último análisis de la benéfica influencia de la Iglesia en la sociedad. La Esposa de Cristo, fuente de toda especie de perfección, fue la raíz de toda esta vida; impulsó el orden temporal a una burbujeante vitalidad con tal serenidad, sabiduría y naturalidad que daría la impresión de irreflexión, pero lo hizo conservando la armonía del cuerpo social a través de la contemplación.

Si la Iglesia fuese falsa, incentivaría en demasía el exceso de actividad, porque no poseería en sí el don de la santidad. Como la Iglesia es verdadera, estimula estos contrarios armónicos de manera eximia, produciendo aquel equilibrio de alma que es uno de los frutos propios a la Iglesia Católica.

Por Marcos Eduardo Melo dos Santos

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