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Las vestimentas y los colores litúrgicos – II Parte

Redacción (Jueves, 12-05-2011, Gaudium Press) Durante los primeros siglos del Cristianismo, el vestuario de los eclesiásticos era idéntico al de los laicos.

En plena persecución religiosa, la prudencia los aconsejaba a evitar cualquier señal que denunciase a los agentes del gobierno su «delito» de pertenecer a la Iglesia y adorar al único Dios verdadero, infracción punida con la muerte en aquella época.

En el siglo VI, entretanto, se dio en el vestuario de los laicos una transformación completa. Mientras los romanos, influenciados por los bárbaros que invadieron el Imperio, adoptaron la vestimenta corta de los germanos, la Iglesia mantuvo el uso latino de las largas vestimentas, las cuales se convirtieron en el traje distintivo de los clérigos y poco a poco quedaron reservadas para las acciones sagradas.

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De ahí proviene, entre otras, el alba, una túnica blanca. Ella es la vestimenta litúrgica propia del sacerdote y el diácono, pero pueden usarla también los ministros inferiores, cuando están debidamente autorizados por la autoridad eclesiástica. Al revestirse de ella, el sacerdote reza: «Purificadme, oh Señor, y limpiad mi corazón para que, purificado por la sangre del Cordero, pueda yo gozar de la felicidad eterna».

Esta oración alude al pasaje del Apocalipsis: los 144 mil electos «lavaron sus vestimentas y las blanquearon en la sangre del Cordero» (Ap 7, 14). Evoca también el vestido festivo que el padre dio al hijo pródigo, cuando este volvió sucio y andrajoso a la casa paterna, así como la vestimenta de luz recibida en el Bautismo y renovada en la Ordenación sacerdotal.

En una de sus homilías el Papa Benedicto XVI explica la necesidad de pedir a Dios esta purificación: «Cuando nos acercamos a la Liturgia para actuar en la persona de Cristo, todos nos damos cuenta de cuánto estamos lejos de Él, de cuánta suciedad existe en nuestra vida».

El cíngulo de la pureza y la estola de la autoridad espiritual

Revestido del alba, el sacerdote se ciñe con el cíngulo, un cordón blanco o del color de los paramentos, símbolo de la castidad y de la lucha contra las pasiones revoltosas. Mientras lo prende a la cintura, el ministro de Dios eleva a Él esta oración: «Cíñeme, Señor, con el cíngulo de la pureza y extingue mis deseos carnales, para que permanezcan en mí la continencia y la castidad».

En seguida, se reviste de la estola, una faja del mismo tejido y del mismo color de la casulla, adornada de tres cruces: una en medio y las otras dos en las extremidades. Ella simboliza la autoridad espiritual del sacerdote y, de otro lado, el yugo del Señor, que él debe llevar con coraje, y por el cual ha de recuperar la inmortalidad.

El sacerdote la coloca alrededor del cuello, después la cruza sobre el pecho y pasa por debajo del cíngulo, mientras reza: «Restaurad en mí, Señor, la estola de la inmortalidad, que perdí por la desobediencia de mis primeros padres, e, indigno como soy de aproximarme a vuestros sagrados misterios, pueda yo alcanzar el gozo eterno».

El yugo del Señor, simbolizado por la casulla

Por último, coloca la casulla, que completa la indumentaria propia para la celebración de la Santa Misa. La oración para vestirla también hace referencia al yugo del Señor, pero recordando cuánto este es leve y suave para quien lo carga con dignidad: «Oh Señor, Vosotros que dijisteis: ‘Mi yugo es suave y Mi peso es leve’, haced que yo sea capaz de llevar esta vestimenta dignamente, para alcanzar Vuestra gracia».

Enséñanos, a este propósito, el Santo Padre: «Cargar el yugo del Señor significa, antes que nada, aprender de Él. Estar siempre dispuestos a ir a Su escuela. De Él debemos aprender la mansedumbre y la humildad, la humildad de Dios que se muestra en Su ser hombre.

[…] Su yugo es el de amar con Él.

Cuanto más amamos, y con Él nos tornamos personas que aman, tanto más leve se tornará para nosotros Su yugo aparentemente pesado».

Los colores litúrgicos

Todo en la Liturgia de la Iglesia es rico en simbolismos. Esto se nota también en los colores de los paramentos sagrados, los cuales varían de acuerdo con el tiempo litúrgico y las conmemoraciones de Nuestro Señor, de la Virgen María o de los Santos. Básicamente, son cuatro los colores litúrgicos: blanco, rojo, verde y púrpura. Además de estos, hay otros cuatro que son opcionales, que pueden ser usados en circunstancias especiales: dorado, rosa, azul y negro.

El blanco simboliza la pureza y es usado en los tiempos de Navidad y la Pascua, así como en las conmemoraciones de Nuestro Señor Jesucristo (excepto las de la Pasión), de la Virgen María, los Ángeles y los Santos no-mártires.

El rojo, símbolo del fuego de la caridad, se usa en las celebraciones de la Pasión del Señor, en el domingo de Pentecostés, en las fiestas de los Apóstoles y Evangelistas, y en las celebraciones de los Santos Mártires.

El verde, señal de esperanza, es usado en la mayor parte del año, en el período denominado Tiempo Común.

Para los tiempos de Adviento y Cuaresma, la Iglesia reservó el púrpura, el color de la penitencia. Y estableció dos excepciones, que corresponden a dos intersticios de alegría en épocas de contrición: en el 3º domingo de Adviento y en el 4º domingo de la Cuaresma, el celebrante puede vestir paramentos rosa.

En circunstancias solemnes, se puede optar por el dorado en lugar de blanco, de rojo o verde.

En algunos países está permitido utilizar el azul, en las celebraciones en honor a Nuestra Señora. Y en las Misas por los fieles difuntos el celebrante puede escoger entre el púrpura y el negro.

Revestido así, de acuerdo con las sabias determinaciones de la Santa Iglesia, el sacerdote sube al altar para el Sagrado Banquete, dejando claro a todos, y a sí mismo, que está actuando en la persona de Otro, o sea, de Nuestro Señor Jesucristo.

Por P. Mauro Sérgio da Silva Isabel, EP

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