viernes, 19 de abril de 2024
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El alma de todo pecado

Redacción (Martes, 09-08-2011, Gaudium Press) Es famoso en el mundo católico el libro del gran abad del monasterio cisterciense de Sept-Fons, Francia, Don Jean Baptiste Chautard, titulado «El Alma de todo Apostolado», en el cual el venerado monje enseña que la oración es la base y el alma de todo apostolado.

Don Chautard haciendo un paralelo, del otro lado de la balanza, podría preguntarse: «Y… ¿cuál sería, entonces, el ‘alma’ de todo pecado?» – si es que el pecado puede tener alma…

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Don Chautard podría haberse preguntado: «¿Y cuál es el alma de todo pecado?»

En un análisis de cualquier pecado, desde la aceptación de Eva a la sugerencia de la serpiente, hasta las fuertes protestas contra Dios de nuestros días, encontraremos siempre un denominador común, una semilla de la cual nunca brotan buenos frutos: el orgullo y, sobre todo en el relacionamiento humano, la manifestación de este vicio bajo su forma más sibilina y satánica: la envidia.

Recientemente, en los Estados Unidos, un joven abrió un proceso judicial, para «divorciarse» de su propio padre. El hecho es sorprendente, pero es casi un fruto natural de una sociedad que «se divorció» de Dios.

Hubo un caso, hace muchos años, muy difícil y complicado. Un problema de alma muy grave, nacido de un defecto que, infelizmente, afecta a muchos de nosotros en los días de hoy: la envidia.

Para nosotros adultos, este asunto no está distante ni lejano, sino tan cerca que casi diríamos que convivimos con él todos los días de nuestra vida. A veces sentimos envidia, otras veces, somos movidos por ella, sin incluso percibir y muchas veces somos víctimas de la envidia de otros.

Se comete un pecado de envidia, cuando por malevolencia se tiene placer por el mal del prójimo o tristeza por el bien que le ocurre.

Envidiar viene del latín: in (privación) y videre (ver). El envidioso no puede ver la felicidad de los otros y busca hacerles mal con palabras y obras. Él se parece con la polilla que roe los tejidos bonitos, o la herrumbre que destruye el hierro (San Agustín).
El envidioso que se alegra con el mal del prójimo es como el buitre que solo se alimenta de putrefacción…

¿El primer envidioso?: Satanás

El primer envidioso y padre de la envidia es el propio Satanás; el pecado de Adán y Eva en el Paraíso, fue fruto de la envidia; Caín mató a su propio hermano Abel, por envidia de su sacrificio, que fue agradable a Dios (Gen. IV); así, podríamos citar muchos y muchos casos en nuestra historia, donde la envidia trajo como fruto muchos y muchos males.

La envidia espiritual es un pecado contra el Espíritu Santo. Ésta fue la envidia que los fariseos tuvieron de Jesucristo: cuando lo vieron hacer milagros, decidieron su muerte (S. Juan, XI, 47). San Gregorio Magno dice que la envidia es el pecado particular de los demonios, porque, basta ver un alma progresar en el bien, para después enfurecerse y perseguirla.

Ya San Vicente Ferrer dice que, así como Jesucristo dijo «Por esta señal conocerán que sois mis discípulos: si os amáis unos a otros», así también el demonio puede decir «conocerán que sois mis discípulos, si os envidiáis como yo os envidié».

De todos los pecados que existen, la envidia es el que tiene la mayor maldad, porque cada pecado y cada vicio tiene circunstancias atenuantes: la intemperancia se disculpa por el apetito; la venganza por la defensa del derecho; el robo por la pobreza, etc. El envidioso, sin embargo, no puede alegar ninguna disculpa (San Juan Crisóstomo). La envidia es peor que la guerra, porque la guerra tiene motivos, la envidia no los tiene; además, la guerra se acaba: la envidia nunca.

La maldad del envidioso es, por decir así, aún mayor que la del demonio; porque el demonio solo envidia al hombre y no a sus semejantes; pero el hombre envidia a sus hermanos, dice S. J. Crisóstomo.

S. Juan Damasceno afirmaba: «Alimenta los canes y serán domesticados; golpea al león y será domado; pero al envidioso delicadeza y condescendencia no sirven sino para excitarlo más».

Este defecto de alma es tan perjudicial que alcanza nuestro cuerpo, pues el envidioso pierde la paz interior, y hasta la salud corporal.

Hoy en día, no hay un barrio que no tenga varios institutos de belleza. Todo el mundo quiere mejorar su apariencia. Se usa maquillaje para «retocar» las fallas y disfrazar las arrugas. Luís de Granada, dice que cuando la envidia entra en un alma, ella se manifiesta en el propio rostro de la persona, como sucedió con el semblante lívido de Caín (Génesis IV, 5); saca al rostro el frescor de sus colores y revela en la palidez y en el empañado de los ojos, la pena que produce en el interior (Luís de Granada).

La propia Biblia dice que «la envidia acorta la vida humana» (Eclesiástico XXX, 24).

San Buenaventura dice que la envidia es la garantía más segura de la eterna condenación.

Por todo esto, nosotros vemos cuánto la envidia es perjudicial para nuestra vida, para el prójimo y toda la sociedad.
Dios, sin embargo es de una sabiduría infinita y misericordiosa y, tiene por cada uno de nosotros un amor tan grande que ninguna palabra humana sería capaz de expresar. Conociendo la maldad de que nosotros seríamos capaces, con nuestros desvíos y nuestros pecados, Él mismo dejó un camino listo para el retorno, a través de María, que Él destinó a ser Madre de cada uno de nosotros.

La humildad de María aplastó la cabeza del demonio, su humildad nos puede curar de este verme roedor que es la envidia. No hay caso tan difícil que Ella no pueda resolver, no hay problema tan serio, que Ella no consiga solucionar. Para María, la palabra imposible no existe, pues en Ella está la omnipotencia de Dios, transformada en súplica.

Por Alexandre José Rocha de Hollanda Cavalcanti

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Fuente: CATECISMO CATÓLICO POPULAR (Pe. Francisco Spirago 6ª Edição revista e atualizada Segunda Parte – Páginas. 37-41

 

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