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Experiencia mística: vía normal de comunicación entre el infinito y el hombre

Redacción (Lunes, 16-01-2012, Gaudium Press) Analizando, bajo el punto de vista del humanismo tomista, la relación hombre-divinidad en la historia de la humanidad, Jacques Maritain [1] afirma que considerados todos los esfuerzos del hombre, fuera de la tradición judaico-cristiana, en el ámbito de la vida espiritual -que es el de las aspiraciones a lo sobre-humano-, se ve que es el ámbito de los grandes fracasos y de las supremas antinomias del ser humano.

Las grandes civilizaciones antiguas -Grecia e India, sobre todo- reconocían la superioridad de la vida contemplativa sobre la activa y que solamente la primera abría al hombre la beatitud anticipada de la cual él tiene sed. Sin embargo, no alcanzaron dicha beatitud porque pusieron sus bases en la inteligencia y ella quedó reservada a un grupo privilegiado de «sabios». Ahora, Aristóteles y la sabiduría antigua tenían razón al considerar la vida contemplativa superior a la vida activa y que aquella abría al hombre las puertas de una vida divina. En verdad, ellos desconocían la profundidad de lo que decían, pues fue el Evangelio que dio a las fórmulas de Aristóteles su más íntimo significado.

Jacinta1.jpgLa contemplación verdaderamente liberadora y deiforme, no es la de los filósofos, que para en la inteligencia y se funda en el esfuerzo humano, teniendo por objetivo la aclaración y perfeccionamiento supremo del propio sabio; la contemplación de los santos -que, no parando en la inteligencia, pasa al corazón y transborda- no se opera por la suprema tensión de las fuerzas naturales del hombre, sino por el amor de caridad, en un solo espíritu con Dios. Ocurre bajo la inspiración superior de los dones divinos, es vía de un sumo conocimiento experimental y no tiene por fin el bien propio del sabio y su auto-suficiencia, sino el amor a Aquel que es contemplado. La comunicación del amor y la cooperación amorosa con Dios -que es el Bien y la Belleza – y la obra de bondad y salvación importan muchísimo más que el propio bien y las propias obras del sabio [2].

Tal es, se concluye, dentro de las perspectivas tomistas, el final al cual tiende la vida del espíritu humano. Igualmente, se ve que esa vida y los frutos de la plenitud humana no son reservados a un grupo de privilegiados porque ellos proceden muchísimo menos del esfuerzo humano que de la acción y generosidad divinas, son esencialmente sobrenaturales. La experiencia mística contemplativa, la unión de amor, no tiene solamente las formas descritas por una Santa Teresa de Jesús o un San Juan de la Cruz, puede tomar en la vida común de los hombres todos los ‘trajes’, todas las formas enmascaradas y secretas que el Espíritu, que sopla donde quiere, es el único dueño. Él atrae a sí, por un llamado próximo o distante, a todos los hombres, de cualquier condición o nivel cultural. A esa sabiduría, que transciende todos los conceptos humanos y se esconde en la oscuridad divina, todos son llamados. El mundo antes de Cristo jamás podría tener una idea de ella [3].

La mística es más común de lo que a primera vista parecería

En el mismo sentido camina Garrigou-Lagrange [4], resaltando que la iluminación de la inteligencia, como experiencia mística, es concedida a todos y a cualquier uno, según su necesidad y generosidad. Cuanto mayor la apertura del hombre a lo transcendental, mayor su experiencia de lo divino. El conocimiento experimental de la presencia de lo Absoluto en sí mismo es la verdadera vía mística, cumbre del desarrollo normal del ser humano. Todos son llamados, general y particularmente, a la unión mística. Entretanto, distingue entre lo que sería la «vía ordinaria» y aquellas experiencias «extraordinarias» de la mística, tales como visiones, revelaciones, etc., reservadas a aquellos que alcanzan un grado eminente de perfección.

Conforme Pieper [5], es doctrina clásica que la contemplación -experiencia transfiguradora de saciedad de lo divino- puede venir a alguien de múltiples modos. El estímulo más trivial puede llevar a la persona a esa cumbre. Siendo así, se llega a la arrebatadora y hasta abismal constatación -tan opuesta a todo lo que habitualmente se piensa sobre el hombre contemporáneo- de que la contemplación es mucho más difundida hoy de lo que las apariencias indican. Los aspectos significativos de la experiencia mística pueden ser alcanzados sin que la persona tenga consciencia clara de eso, ni sepa darle el nombre correcto. Con ese indicador, más y más formas nuevas de alcanzar la contemplación se manifiestan.

El hombre es místico en la medida en que cultiva la relación amorosa con lo divino. La mística forma parte «de la espontaneidad de la vida cotidiana», pues, siendo una relación de amor, hasta el más simple gesto puede ser hecho con amor. Los fenómenos extraordinarios -raptos, levitaciones, etc.- demuestran la imperfección humana, sorprendida con la generosidad de la acción divina, porque, cuanto más unida a Dios, con más naturalidad el alma lo acoge. He aquí la verdadera mística. El Creador obra suavemente sus maravillas de amor en toda la creación, dejando al hombre estupefacto delante de sus acciones, una vez que «más que el sonido para el músico o el color para el pintor o la palabra para el poeta, para la mística cuentan los infinitos matices del amor» [6].

En efecto, según Von Balthasar [7], es propio al ser humano contingente abandonarse místicamente a lo Absoluto. Está en la naturaleza de las cosas que haya un progreso auténtico desde el entusiasmo primero hasta el sentirse inhabitado por un espíritu superior, divino. Ese fenómeno siempre fue vislumbrado por los paganos, pero solamente los cristianos llegaron a experimentar. Ocurre en un momento de encanto, de arrebatamiento y éxtasis, en virtud de la forma de la belleza, que posee un poder de transcendencia tal que fácilmente eleva el espíritu humano de la esfera natural a la sobrenatural. Solamente a través de la forma es posible ver el «relámpago de la belleza eterna».

Por la Hna. Maria Cecília Seraidarian, EP

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Notas

1MARITAIN, Jacques. De Bergson à Thomas D’Aquin: essais de metaphysique et de morale. New York: Maison Française, 244. p. 262-263.

2 Ibid., p. 263-264.

3 Ibid., p. 264-265.

4 GARRIGOU-LAGRANGE, Op. Cit., p. 254-264.

5 PIEPER, Josef. Happiness and contemplation. South Bend: St. Augustine’s Press, 1998. p. 82-83.

6 URIBE CARVAJAL e OSORIO, Op. Cit., p. 116.

7 VON BALTHASAR, Hans Urs. Gloria: una estética teológica. La percepción de la forma. Madrid: Encuentro, 1985. p. 34-37. Vol. 1.

 

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