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San Gabriel de la Dolorosa – II

Redacción (Jueves – 01-03-2012, Gaudium Press) A continuación la segunda parte de la sublime historia de Francisco Possenti, quien después, tras cumplir su vocación como Pasionista, es venerado por la piedad católica como San Gabriel de la Dolorosa:

Ardua renuncia, hecha con alegría

Después de la muerte de la madre, su hermana mayor, María Luisa, fue para él uno de sus principales apoyos. Muy hermosa, se encontraba ella en la flor de la edad cuando irrumpió en Spoleto una asoladora epidemia de cólera, de la cual fue la primera víctima… La muerte de la joven, ocurrida en el año 1855, causó en Francisco el impacto de un rayo.

view.jpgDe eso se valió la Providencia para abrirle los ojos sobre su vocación. Después del fallecimiento, él expuso a su padre la resolución de ingresar a un convento. Éste, entretanto, no concedió su autorización, temiendo que tal deseo fuese el fruto efímero de un momento de dolor. Miedo, en la apariencia, confirmado, pues, con el correr del tiempo, las atracciones del mundo comenzaron a sofocar de nuevo aquel anhelo interior… «Podía yo» -escribiría después Francisco a uno de sus compañeros- «¿gozar de más placeres y diversiones? ¿Qué quedó de todo aquello? Nada más que vergüenza, temores y turbaciones».

Fue en esa situación que vino a darse el crucial encuentro con la Sacra Icona, gracias a la cual el renitente joven decidió abrazar para siempre la vida religiosa.

Pocos días después de ese episodio, el 5 de septiembre, la más selecta sociedad de Spoleto se reunía en el salón de ceremonias del Liceo Jesuita, para asistir a la distribución de los premios de fin de curso. Mientras el presidente de la Academia Literaria, Francisco ocupaba en el salón un lugar prominente.

Llegada la hora de subir al escenario, la asistencia explotó en exclamaciones de entusiasmo, viendo un adolescente de dieciocho años presentarse con tanta elegancia y distinción. «Aquel timbre de voz, aquella sonoridad, aquella vocalización y, sobre todo, aquella gracia de expresión y de gestos electrizaban y sacudían los corazones más apáticos». Terminado el discurso, todos deseaban felicitarlo, aclamarlo, saludarlo, y él respondía con su habitual sonrisa.

La decisión, sin embargo, estaba tomada. Al día siguiente, él partiría para un cambio de vida definitivo. Con apenas 18 años, cambiaba un brillante porvenir por una vida de renuncia y recogimiento. Daba, sí, un paso arduo, pero con el corazón lleno de alegría.

Pasionista para siempre

En la mañana siguiente, Francisco partió feliz de Spoleto en dirección a Loreto, donde pasó algunos días estrechando los lazos de amor y devoción a María Santísima, en el célebre Santuario.

De allá, se dirigió a Morrovalle para dar inicio al noviciado pasionista. «Él, el elegante bailarín, el brillante animador de los salones de Spoleto, escogió entrar al austero Instituto de los Pasionistas, fundado en 1720 por San Pablo de la Cruz, con la misión de anunciar, a través de la vida contemplativa y del apostolado, el amor de Dios revelado en la Pasión de Cristo».

El cambio de nombre para Gabriel de Nuestra Señora de los Dolores marcó la muerte para la vida pasada y el comienzo de la caminata en las vías de la perfección. Cuando, en conversación con sus compañeros de convento, el asunto recaía sobre los acontecimientos del mundo, él la interrumpía con una serena sonrisa: «¿Por qué hablamos de aquello que tenemos que abandonar para siempre? Dejen que los muertos entierren a sus muertos».

No pensemos, entretanto, que la adaptación a la austera vida religiosa fue fácil para aquel joven de vida acomodada. Acostumbrado a las comidas finas, «los insípidos alimentos del pobre convento pasionista le causaban una repugnancia invencible. A pesar de las protestas de su naturaleza, insistía él en comerlos, hasta que sus superiores, compadecidos, le permitieron, temporariamente, algún alívio». Lo mismo sucedía con otros aspectos de observancia de la disciplina, pero él insistía en cumplir eximiamente los horarios y obligaciones del noviciado, por mucho esfuerzo que eso le costase.

Amor a la Pasión de Cristo y a María Santísima

Durante su vida de religioso, en él sobresalía, sin duda, un arraigado amor a la Pasión del Señor. Tal veneración sentía por los sufrimientos de Jesús que nunca se separaba del crucifijo: «Cuando conversaba, lo mantenía disimuladamente en la mano y lo apretaba con cariño; cuando dormía, lo colocaba sobre el pecho; cuando estudiaba, lo ponía junto al libro y, de vez en cuando, lo miraba y besaba con tanto afecto y fervor, que la imagen de metal se fue gastando hasta quedar borrados todos los trazos de la fisionomía».

A esa devoción característica de la congregación en que ingresara, entretanto, se unía un amor «entusiasta, ingenioso y abierto a la Santísima Virgen». Su famoso Credo de Maria nos revela el encanto de esa alma apasionada por la Madre de Dios:

«Creo, oh María, […] que sois la Madre de todos los hombres. […] Creo que no hay otro nombre, fuera del nombre de Jesús, tan desbordante de gracia, esperanza y suavidad para aquellos que lo invocan. […] Creo que quien se apoya en Vosotros no caerá en pecado, y quien os honra alcanzará la vida eterna. […] Creo que vuestra belleza desterraba todo movimiento de impureza e inspiraba pensamientos castos».

Corta existencia, marcada por actos heroicos

En la mente del novicio Gabriel, no había espacio para ningún otro pensamiento a no ser Jesús y María. Y sentía una tan entrañada necesidad de llevar a las últimas consecuencias su entrega a Dios y a María Santísima que, cierta vez, al oír los pasos de su director espiritual, abrió la puerta de la cela y, arrojándose a sus pies, le suplicó: «¡Padre, si encuentra en mí cualquier cosa, por pequeña que sea, que no agrade a Dios, yo, con su ayuda, quiero arrancarla a todo costo!». El sacerdote le respondió que, en el momento, nada veía, entretanto no dejaría de alertarlo al percibir alguna señal. Con esa garantía, el dócil religioso se calmó completamente.

Su corta existencia fue marcada por actos admirables, pues todo practicaba con espíritu de entera elevación y sublimidad: «Nuestra perfección no consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en ejecutar bien las ordinarias», acostumbraba decir.

La última sonrisa

Después de un año y medio de noviciado, en febrero de 1858, Gabriel dio inicio a los estudios para el sacerdocio, pasando a vivir finalmente en el convento de Isola del Gran Sasso, donde fallecería. El 25 de mayo de 1861, recibió las órdenes menores en la Catedral de Penne. Por los arcanos designios de la Providencia, sin embargo, no llegaría a tornarse presbítero.

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Urna conteniendo los restos mortales del santo, ubicada en su santuario en la Isla del Gran Sasso (Italia)

Al final de ese mismo año, una terrible tuberculosis lo acometió. Ahora, lejos de impedirle el avance en las vías de la virtud, la fatal enfermedad le servía para escalar con más rapidez los pináculos de la santidad. Dios dispuso que él fuese siendo consumido de a poco por la enfermedad, para aumentarle los méritos y dar a los otros ocasiones de edificarse con su ejemplo.

En el lecho de muerte, le restaba todavía enfrentar el peor drama de su vida: los finales asaltos del demonio y la terrible prueba decurrente de una «noche oscura del alma». Entretanto, también de esa última prueba salió vencedor. El sacerdote que le prestaba asistencia en la hora suprema lo oyó repetir tres veces, en cortos intervalos de tiempo, esta frase de San Bernardo, por la cual él reconocía delante de Dios su propia debilidad: «Vulnera tua, merita mea. ¡Mis méritos son vuestras llagas, Señor!».

En la mañana del 27 de febrero de 1862, con el corazón desbordante de alegría, las manos cruzadas sobre el pecho, apretando el crucifijo y la imagen de la Virgen Dolorosa, Gabriel sonrió por última vez, extasiado, al contemplar con los ojos del alma Aquella a quien sirviera en la Terra con tanta dulzura. El «santo de la sonrisa» tenía, entonces, solo 24 años de edad.

En el sesquicentenario de su muerte, San Gabriel de Nuestra Señora de los Dolores continúa siendo, para la juventud actual, un inapreciable ejemplo de renuncia intransigente al pecado, de amor entusiasmado a la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo y de devoción entrañada a María Santísima.

 

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