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Sucedió en un ancianato de pobres

Redacción (Martes, 12-06-2018, Gaudium Press) La capilla parecía demasiado grande para el número de longevos que la visitaba diariamente. Sin embargo el ancianato alojaba ya muchos, la mayoría pensionados por la alcaldía municipal. Lo que acontecía era que la generalidad de ellos no la frecuentaba. No asistía ni a la misa diaria ni a la dominical; mucho menos al rosario de las tardes, que una de las religiosas precedía cumplidamente a la misma hora con mucha piedad.

-Son de un resentimiento terrible y pareciera que se lo cobran a Dios- dijo la monjita a los dos inspectores, porque uno de ellos había preguntado la razón de aquella desolación, ya que esta era su tercera visita, y un poco sorprendido se daba cuenta del curioso hecho.
Al parecer la alcaldía estaba pensando en sugerirle a la comunidad que se convirtiese la capilla en un nuevo pabellón de albergue, para aumentar así el cupo de ancianos abandonados. -Podríamos hacer un pequeño oratorio en otra parte del ancianato, dijo el otro inspector. -O abrir la capillita particular de ustedes las religiosas para que los que quieran entren allá, añadió.

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La buena hermanita paseó con tristeza su mirada por toda la capilla como midiendo la capacidad para el tal pabellón. Posó los ojos sobre el Sagrario, y notoriamente se le humedecieron los ojos. ¿Qué hacer con el gran crucifijo, las imágenes de la Inmaculada, San José, San Antonio y San Roque que eran tan grandes, bonitas y ya bendecidas por un obispo? ¿Y con los vitrales? Todo eso había sido aportes y donaciones de gentes pudientes, que otrora ayudaron con mucho cariño a la comunidad y al convento.

Pero la escasez de vocaciones y la notoria disminución de dádivas y ofrendas debido a tantos impuestos, tenían a la comunidad literalmente viviendo del subsidio municipal. Solamente quedaban seis religiosas promediando los setenta cinco años de edad. La más joven era la hermana Blanca que ya alcanzaba los sesenta, aunque vital, animosa y siempre contenta. El resto del personal que trabajaba en el ancianato era empleados pagos. Un jardinero, tres cocineras, dos empleadas para la limpieza, dos turnos de seis enfermeras y cuatro ayudantes que hacían su pasantía. En cada uno de los sectores las monjitas trabajaban casi como sirvientas de los empleados; el único espacio que manejaban directamente era la lavandería. La alcaldía había puesto a una psicóloga joven en el cargo de coordinadora general, que más parecía la superiora del convento y la directora del ancianato. Las monjas la sobrellevaban con paciencia y dulzura a pesar del trato fríamente profesional, de simple asalariada, laica y superficial.

Los inspectores estaban notoriamente conmovidos. Uno de ellos, el de más edad, había oído hablar de los tiempos en que aquella comunidad y casa de ancianos era un modelo de servicio, dedicación y ternura para la tercera edad. Resplandecía de jóvenes novicias y religiosas recién profesas que se fueron retirando poco a poco sin dar mucha explicación, algunas ahora casadas y con nietos.

-La comunidad se ha disminuido mucho desde la muerte de la madre Carlota, que conoció a la fundadora en Madrid, ¿no cierto Hermanita?, dijo el inspector.

-No. Contestó con firmeza la Hermana. La cosa comenzó con lo que se llama crisis del Concilio. -A partir de él no volvieron a llegarnos más vocaciones y las pocas que teníamos se fueron retirando. Lo que nos llegó después fueron muchachas desadaptadas, sin hogar, muy pobres y con intención de sobrevivir con nosotras, pero sin vocación de servir a estos pobres viejos. Reclamaban por cualquier nimiedad, se asqueaban, pelaban entre ellas y partían fácil. La verdad es que las enfermeras de hoy son más manejables, pero ellas no nos colaboran con dedicación porque sus puestos son públicos y conseguidos con recomendaciones políticas.

-¿Y porque usted Hermanita dice que los ancianitos son resentidos?

-Simplemente porque se sienten abandonados de sus parientes y aquí no vienen sino a traerlos la primera vez, y nunca más aparecen. Además las enfermeras son profesionales con salario y su trato es muy seco. Nos ha tocado enterrar en el cementerio a algunos, acompañados apenas del sacerdote, dos de nosotras y el sepulturero. No mueren por enfermedad sino de pena moral. En tiempos ya idos, en que la comunidad atendía directamente los ancianos y éramos suficientes, los viejitos nos querían mucho. Conocíamos detalladamente la vida anterior de cada uno de ellos, mientras los atendíamos les preguntábamos por sus días en que eran finqueros, comerciantes, agentes viajeros. Nos interesaba y divertía inocentemente de veras que nos contarán cosas de su juventud, de sus aventuras, de sus hijos, de sus negocios, de sus accidentes, en fin de cualquier cosa que ellos se alegraban de relatarnos. Nosotras les hablábamos de religión, historia, geografía, noticias de la calle. Pero sobre todo, sobre todo, ellos percibían que los queríamos con mucho amor y dedicación. Estábamos consagradas a ellos porque ese fue el voto perpetuo que hicimos solemnemente ante el Santísimo Sacramento; y la enseñanza y ejemplo de nuestra madre fundadora que en paz descanse.

Los dos inspectores se miraron de soslayo con cierta pena. Uno de ellos suspiró profundamente y pensativo: -En fin Hermanita. Los ancianatos serán cosa del pasado y todo parece que lo resolverá una pastilla o una inyección a tiempo.

-Si se acaba la caridad abnegada, sacrificada y tierna, dijo la vieja monja, se acaba el cristianismo…Y sin cristianismo será el fin del mundo. Lo puedo jurar. Pero siempre tenemos presente lo dicho por la Virgen en Fátima: «Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará». Ella va a triunfar.

Por Antonio Borda

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