viernes, 29 de marzo de 2024
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"Centinelas perpetuamente despiertos"

Redacción (Domingo, 11-11-2018, Gaudium Press) La adoración no es solo un acto racional de quien cree en el misterio eucarístico por reconocerlo en sana lógica. Hay muchos estudiosos y hasta grandes eruditos conocedores de la teología, que escriben o disertan sobre la Eucaristía de manera magistral.

Eso no basta… y a veces puede llegar a ser contraproducente. ¡Es que no se trata de saber cuánto de amar! Es más importante el amor que el conocimiento.

Precisamente, la primera herejía que infectó a los fieles en los tiempos de la Iglesia naciente fue la gnosis (que en griego significa conocimiento) que sustentaba -entre otros errores- la primacía del conocer sobre el amar. En realidad, como el camaleón, la gnosis vuelve a aparecer de diversas formas a lo largo de la historia humana, arrastrándose sibilinamente en la mente de los fieles para corromperla.

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La ciencia de los santos es la del amor que lleva a las almas a extremos de delicadeza hacia Dios y hacia los hombres. El amor, que no es otra cosa que la virtud de la caridad que es infundida por Dios en el alma gratuitamente, y no es, para nada, producto del ingenio, del raciocinio o del estudio.

Es claro que el amor también motiva al estudio y al conocimiento de los misterios de la fe, penetrando en ellos tanto cuanto pueda ser posible a la pobre y limitada razón humana. Pero sin el amor, esa ciencia vacía de sentido, será «como el bronce que resuena o un golpear de platillos» (1 Cor, 13, 1).

Ahora, resulta que el amor y el pecado, son incompatibles y excluyentes. Por eso, un cuidado mayor que se debe tener en la vida espiritual es el de mantener el estado de gracia, estado que se rompe cuando se comete un pecado mortal. Esta es una enseñanza básica del catecismo de primeras nociones.

San Pedro Julián Eymard, emblemático adorador eucarístico que fundó tantas obras para el culto al Santísimo Sacramento, tiene palabras de fuego sobre este tema tan central que debe preocupar a quien se aproxima del Pan de los Ángeles; Pero… ¿cuál es, entonces, el tema? El de la vigilancia para no caer en la tentación, vigilancia que tanto se descuida, como si los peligros fueran utópicos, los riesgos imaginarios y la capacidad humana ilimitada…

Dice San Pedro Julián:

«Debemos estimar el estado de gracia por encima de todo, y no temer nada tanto como las ocasiones de pecar. ¡Llevamos nuestro tesoro en vasos tan frágiles! ¡Menester nos es desconfiar en todo momento y estar sobre aviso! ¡Hasta María tiembla en presencia del ángel! Hemos de echar mano de todos los medios para conservar intacta la pureza de nuestra alma y ser como un centinela perpetuamente despierto. Vigilemos sobre nuestros sentidos.

«Al encontrarnos en las ciudades tan corrompidas de hoy, deberíamos poner las dos manos sobre los ojos, para que la muerte no nos suba por nuestras ventanas. Deberíamos decir sin cesar: «Dios mío, en tus manos encomiendo mi espíritu». La atmosfera de las ciudades es infecta; el pecado reina como soberano y gloriase la gente de servirle; el aire que se respira es asfixiante; nos embisten mayores tentaciones; hay nieblas de pecado que aspiramos mal de nuestro grado, por lo cual tenemos que vigilarnos más estrictamente.

«Y que quien mayores gracias haya recibido, vigile más todavía. Nadie tiene tantos motivos para temer como el que ha recibido algún don de oración, pues a quien procede de países cálidos el frío impresiona más que a ningún otro. Del propio modo, quien vive de Dios tiene necesidad de una vigilancia más solícita cuando se encuentra en el mundo.

«Se ven a veces, almas piadosas que dan en lamentables caídas, ¡y eso que comulgaban y oraban bien! ¡Claro, no vigilaban bastante! Eran como niños mimados en el seno de la familia, que no pensaban en los fieros leones que rondaban en torno suyo. Los santos andaban con más cuidado que ningún otro, por lo mismo que se sentían más ricos y conocían su flaqueza. Sí, a medida que aumentan las gracias se ve uno más expuesto, y cuanto más amado es, tanto más hay que temer. (…) ¡En el cielo cayeron los ángeles!».

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El siglo y medio que nos separa del tiempo en que fue escrita esta meditación, no le quita una palpitante actualidad. Es más, pareciera haber sido redactada en los días que corren: «atmosfera infecta», «aire asfixiante» «nieblas de pecado»…

Lamentablemente, son pocos los valientes que hablan con esa claridad y contundencia en nuestros días. San Pedro Julián no fue de aquellos que se someten a lo «políticamente correcto», sacrificando la integridad de la verdad con consecuencias fatales para la salud del alma y su destino eterno.

Si el Señor se encarnó hace dos mil años -y permanece en la Eucaristía- por los pecadores y no por los justos, por los enfermos y no por los sanos, acerquémonos con confianza a esa fuente de vida y de gracia que es la Hostia santa, para pedir ser siempre vigilantes, centinelas perpetuamente despiertos y en orden de batalla contra el mundo, el demonio y la carne, esos enemigos de siempre, que un enfermizo relativismo nos lleva a relativizar.

Por el P. Rafael Ibarguren, EP

(Publicado originalmente en www.opera-eucharistica.org)

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