viernes, 29 de marzo de 2024
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Observando gentes en el aeropuerto: almas de vidrio y almas de cristal

Redacción (Viernes, 07-12-2108, Gaudium Press) Estábamos en un aeropuerto, de uno de nuestros tropicales países. Igual a todos los aeropuertos, este pequeño, pero igual: arquitectura fría, ‘hiper-práctica’, las consabidas tiendas de souvenires, algunos pocos bar-coffees, los repetitivos anuncios publicitarios, los mismos cubículos de las diferentes aerolíneas, con los mismos mostradores, las mismas rampas para el equipaje, y etc. y etc.

Teniendo aún unos minutos antes de ingresar a la sala de embarque, decidimos tomar un capuchino, espumoso y aromatizado con un suave del especialmente suave café del centro de Colombia. El capuchino favoreció la contemplación y la meditación, pues cuando algo es especial hay que degustarlo con cierta lentitud.

Por nuestro lado pasaron dos jóvenes con aspecto norteamericano, no europeo (aunque cada vez es más difícil intentar hacer la distinción, entre los jóvenes). Morrales grandes, no de turistas de pocos días, sino de quienes realizan una larga travesía. Colgados de los morrales tenis, y botellas de agua. Despeinados, algo así como ‘de la cama al avión’. Los trajes, simples, como común es hoy: camisetas T-Shirt con cualquier mensaje cool en inglés, bermudas, y las tan universales y tan simplonas sandalias asexuales tipo hawaianas.

Pero me impresionaron particularmente sus caras. Eran rostros como de piedra, que reflejaban preocupaciones meramente materiales. ‘¿Dónde está ubicado el rest-room?’, si estarían a tiempo, si estaban «hidratados» o con los ‘nutrientes’ suficientes, si su itinerario era claro; las cosas menudas de un viaje, y muy poco más. ¿Interés por el significado profundo del ambiente en el que estaban, por el mensaje interior profundo de las personas con que se cruzaban? No. Era lo mínimo necesario para suplir sus primarias y momentáneas necesidades.

¿En qué trabajarían? ¿Cuál sería su ocupación en la vida de todos los días? Imposible saberlo a partir de sus apariencias y rostros, por lo menos para quien escribe. Eran turistas, como los millones de ese tipo que pueblan aeropuertos en el mundo entero.

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Pero justo al lado de estos, tres afro-descendientes, lustradores de zapatos, ya en la tercera edad. Camisa azul, pantalón azul oscuro, zapatos de cuero negro, estaban uniformados. Había sosiego en su espíritu y concluí también una cierta despreocupación con la obtención de dinero; se veía que no estaban ávidos de procurarse clientes porque estos llegarían, como llegaban todos los días, y con ellos tendrían asegurado su sustento diario.

Estaban ellos sobre todo contemplando los viajeros. De qué país sería este, aquel. Qué de especial tenía este alguno o este otro; qué cosa, de su apariencia externa, podría revelar algo de su alma. Estaban interesados en encontrar lo especial en la gente que veían; me pareció que no tenían dificultad para la admiración, si algo de admirable pasaba delante de sus ojos. Estaban ellos interesados en realidades superiores, esas realidades espirituales interiores de las almas que veían pasar.

De vez en cuando salía entre ellos alguna prosa, que variaba rápidamente y caribeñamente de la calma llana a la exaltación tempestuosa pero cálida, para regresar luego a la tranquilidad del mar en calma. Eran muy amigos, se entendían muy bien. Se ve que el largo tiempo de convivencia, a la par de haber fortalecido su vínculo con los lazos de la familiaridad, no había agotado sus temas de conversación, y que sus constantes observaciones y pensamientos les daban siempre temas nuevos para hablar. Eran filósofos de lo cotidiano. Sus almas tenían profundidad.

***

Las unas me parecieron almas de vidrio, las otras de cristal. Almas de vidrio por lo simples, porque las realidades llegaban a ellos y no dejaban en ellos su verdad profunda, sino que llegaban y pasaban sin dejar ninguna huella. Las otras me parecieron almas de cristal, en las que la luz de la realidad incidía dentro y no salía apresurada, sino que comenzaba a pasearse con donaire, ‘pavoneándose’ en los pasadizos interiores del espíritu, para ser analizada y también para ir instruyendo . Y después de haber realizado esta labor, esa luz podría salir, pero había dejado lindos reflejos adentro, los reflejos del cristal.

¿Qué había formado unas almas y las otras almas?

Las primeras muy probablemente una sociedad materializada, en la que los ambientes eran solo ‘prácticos’, para satisfacer las necesidades del cuerpo y no del espíritu, algo tipo banco, tipo sitio de comidas fast-food. (Aprovecho para decir: qué cosa más absurda el concepto fast-food, el correr para comer, cuando justamente las comidas son las ocasiones en medio del trabajo para descansar y elevar el espíritu, conocer a quienes viven a nuestro lado, etc). Almas hijas de cierta publicidad materialista actual, de viajes a centros vacacionales en Florida que son los mismos de todas partes, de músicas carnales y ordinarias, de gimnasios o máquinas para tener la figura perfecta, o del suplemento alimenticio que todo lo puede. Hijos de la publicidad de lo fácil, de lo inmediato, de lo sin ‘tabús’ y ‘sin complicaciones’. De la publicidad del desnudo y no del bello vestido. Para decirlo con todas las letras, la publicidad tipo Hollywood actual.

Las otras almas eran hijas de un pasado cristiano, de calles no de gris pavimento sino de piedra; de iglesias románicas con viacrucis y estatuas y óleos que invitaban a la observación, a preguntarse quién era ese santo, qué había hecho. Eran hijas de arquitecturas que no eran cubos, sino balcones de artesonada madera, y jardines con magnolias o catleyas. Arquitecturas que enseñaban que detrás de la realidad hay una realidad más alta, la realidad perfecta, la bella realidad celestial. Que indicaban que el hombre no solo debe alimentar el cuerpo, sino también el alma, para poder encontrar a Dios en la eternidad. Los lustradores no serían dueños de esas casas, pero eran educados por su observación. Eran almas que habían escuchado el catecismo en su juventud.

Almas de vidrio y almas de cristal: las primeras podrían tener en la cuenta bancaria diez millones de dólares pero eran pobres; las segundas no tendrían cuenta bancaria, pero eran ricas.

Por Saúl Castiblanco

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