martes, 23 de abril de 2024
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Vivir lo que se dice vivir, es luchar por construir el Castillo Dorado

Redacción (Jueves, 04-04-2019, Gaudium Press) Vivir lo que se dice vivir, es alimentar y permitir que Dios alimente el instinto de perfección que hay en todo ser humano, y que Él mismo puso.

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Decía Plinio Corrêa de Oliveira que Dios colocó una luz primordial en cada hombre, que es como su vocación particular: esa luz primordial ya va definiendo el relacionamiento de cada ser humano con los seres, pues algunos le gustarán especialmente, otros le son indiferentes, otros los rechaza, todo en función de esta luz primordial.

Esa luz primordial es como ese tipo especial de arcilla dada por Dios para que cada uno construya su obra particular y maravillosa de alfarería. Es como la piedra de la que saldrá la estatua magnífica que Dios quiere que sea construida de su existencia. Es como la maqueta primera que el Creador quiere que después se convierta en la esplendorosa construcción de cada vida, de nuestra vida.

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Junto a la luz primordial, Dios da a cada hombre un poderoso instinto de perfección, un impulso de buscar lo más perfecto, que es el del deseo de realizar en la realidad esa maqueta inicial. Es decir, Dios crea la maqueta y da el deseo a cada uno de que esa maqueta sea convertida en construcción. Las gracias abundantísimas que Dios envía a lo largo de la vida, van en la línea de la construcción de esta estatua, de la transformación de esta maqueta en construcción magnífica, en Castillo Dorado o de Diamante, o de Nácar. En sentido contrario, el demonio busca que la arcilla inicial se transforme en lodo, que la maqueta ni llegue a mera piedra amontonada sino que sea destruida, que la piedra para la estatua se convierta en polvo que pueda ser tirado al oscuro abismo.

Cuando en el Castillo Dorado cae la piedra hedionda e incandescente

Normalmente todo niño trabaja feliz en sus tiernos días en la construcción de ese Castillo Dorado, que corresponde a su luz primordial, que es aquello que Dios quiere que él sea y para lo cual lo creó. Pero en determinado momento, cae en el patio de armas de esa construcción inicial una piedra ígnea, inmunda, de olor nauseabundo, que busca prender fuego a los muros en construcción. Esa piedra es la piedra del vicio, de la incitación al pecado -incitación que nace de dentro o de afuera-, que le ‘dice’ canallamente que su Castillo Dorado es sólo una quimera, una fantasía sin contacto con la realidad, que lo verdadero es ese material ígneo horroroso y maloliente, y que mientras más rápido se dé cuenta mejor será, porque ahí verdaderamente aprovechará el tiempo. Esa piedra nauseabunda se presenta comúnmente como la fuerte inclinación a quebrar el mandamiento que nos llama a vivir en castidad.

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Es pues la lucha fundamental entre el Castillo Dorado maravilloso -construcción perfecta que busca desarrollar la luz primordial- y lo sórdido, lo vulgar, lo sucio. ¿Qué tanto ama ese hombre la maqueta inicial, las piedras de oro con las que comenzó a construir su Castillo? ¿Las amó mucho o poco? ¿Qué tanto amó ese hombre las maravillas doradas que Dios le iba mostrando cuando él iba recorriendo los seres que se le presentaban?

Si mucho amó, él luchará contra lo sórdido, tanto dentro como fuera de sí; tomará la espada, el yelmo y el escudo y se dirá: «Las voces interiores, esas que me llaman a alcanzar la perfección, a construir mi Palacio de Cristal, no mienten, pues son la propia voz de Dios. Yo creía que vivía en el cielo azul de eterna paz, y de pronto se presentó en mi jardín la cobra sucia y astuta, a veces repelente pero a veces atrayente de lo sórdido, la cobra del lodo. Pues lucharé contra esa cobra, seré el cruzado de la luz, por la gracia de Dios, porque mi Castillo Dorado lo he de concluir; ahí encuentro la felicidad».

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Foto: Jesse Arce

Toda vida es una lucha. Algunos vencen, muchos son derrotados. Y es más glorioso alcanzar la victoria cuando se trabó una dura lucha. ¿El premio? Habitar con Dios, y con muchos hermanos, en el Castillo Eterno de Oro y de Cristal, cuyos cimientos ya dan en esta tierra la felicidad.

Por Saúl Castiblanco

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