viernes, 19 de abril de 2024
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El Divino Espíritu Santo y sus dones – II

Redacción (Miércoles, 05-06-20219, Gaudium Press) ¿Cuáles son los dones del Espíritu Santo? Veíamos en nota anterior que son siete: Sabiduría, entendimiento, ciencia, fortaleza, consejo, piedad y temor de Dios. Profundizaremos en cada uno de ellos y en la relación esponsal entre el Espíritu Santo y María Santísima. Pero primero una aclaración sobre su necesidad.

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Recordamos que adquirimos con el Bautismo y recuperamos con la Confesión todo el «organismo sobrenatural», es decir las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), las virtudes cardinales (justicia, fortaleza, templanza y prudencia), debajo de estas virtudes todo el conjunto de virtudes infundidas por Dios, además los dones del Espíritu Santo, y la propia presencia Trinitaria, la presencia del propio Dios Uno y Trino.

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Pero alguien se preguntará, ¿para qué los dones del Espíritu Santo si ya tenemos las virtudes? Por ejemplo, ¿para qué el don de fortaleza si ya tenemos la virtud de la fortaleza? ¿Para qué el don de piedad si ya tenemos la virtud de la piedad, que es una parte integral de la virtud de la justicia según Santo Tomás? ¿Para qué el don de consejo, si ya tenemos la virtud de la prudencia que incluye el buen consejo?

La explicación es relativamente simple y a la vez maravillosa y llena de esperanza:

Resulta que «lo que se recibe al modo del recipiente se recibe», y así, el agua puede ser la misma, pero queda con la forma de un vaso o del cántaro que la contiene. Y así las virtudes infusas (teologales y cardinales), que son divinas en su origen pero que llegan al ‘recipiente’ de nuestras potencias naturales (inteligencia, voluntad y apetitos sensitivos) que ya están inclinados al mal por el pecado original y por los pecados de nuestra vida pasada. Miremos como lo expone el P. Royo Marín.

«Las virtudes infusas al recibirse en las potencias del alma, se rebajan y degradan, vienen a adquirir nuestro modo humano -por su inevitable acomodamiento al funcionamiento psicológico natural del hombre- y están como ahogadas en esa atmósfera humana, que es casi irrespirable para ellas. Y ésta es la razón de que las virtudes infusas, a pesar de ser mucho más perfectas que sus correspondientes virtudes adquiridas [las virtudes naturales] (que se adquieren por la repetición de actos naturalmente virtuosos), no nos hacen obrar con tanta facilidad como éstas». 1 Por ejemplo, si una persona ha adquirido naturalmente la fortaleza, y ha enfrentado los obstáculos de la vida movido por la noción del deber, proveer el sustento a su hogar, no amilanarse ante los problemas, etc. pues la virtud infusa de la fortaleza encuentra un terreno apropiado para expandirse.

Pero si es lo contrario – lo que es más común hoy – que la persona se ha entregado a las acomodaciones, no ha cumplido su deber, ha preferido una vida mole, traidora y relajada, pues la virtud infusa de la fortaleza entra a un ambiente casi irrespirable. Y es fácil así que en el hombre termine triunfando el vicio y no la virtud. «Se ve esto muy claro en un pecador que se arrepiente y confiesa después de una vida desordenada: vuelve fácilmente a sus pecados a pesar de haber recibido con la gracia todas las virtudes infusas. Cosa que no ocurre con el que, a fuerza de repetir actos virtuosos, ha llegado al adquirir alguna virtud natural o adquirida». 2

Entretanto, en estas circunstancias, vienen en auxilio los dones del Espíritu Santo.

«Ahora bien: es claro y evidente que, si poseemos imperfectamente en el alma el hábito de las virtudes infusas, los actos que provengan de él serán también imperfectos, a no ser que un agente superior venga a perfeccionarlos. Y ésta es, precisamente, la finalidad de los dones del Espíritu Santo. Movidos y regulados, no por la razón humana, como las virtudes, sino por el Espíritu Santo mismo, proporcionan a las virtudes infusas -sobre todo a las teologales – la atmósfera divina que necesitan para desarrollar toda su virtualidad sobrenatural». 2

Con los dones del Espíritu Santo, Dios mismo mueve las virtudes infusas en nuestras almas, y el hombre comienza a actuar al modo divino y no al modo humano. Maravilloso. Razones a más para pedir y pedir que venga a nuestras almas el Paráclito con sus dones.

Por Carlos Castro

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1 P. Antonio Royo Marín O. P. El Gran Desconocido – El Espíritu Santo y sus dones. BAC. 8va. Ed. Madrid. 1998. p. 103
2. Ídem.
3. Ibídem. p. 104

 

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