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La Medalla Milagrosa

Redacción (Martes, 25-11-2014, Gaudium Press) Corría el año 1264 cuando el Papa Urbano IV encomendó a los principales teólogos de su época la composición de la Secuencia para la Misa de Corpus Christi, fiesta cuya promulgación era inminente. Después que cada uno elaborara su obra, todas deberían ser cotejadas entre sí, para luego elegir la mejor.

Llegado el día de la prueba, reunidos todos los teólogos en un gran salón, el Papa determinó que santo Tomás de Aquino leyese su composición en primer lugar. Los concurrentes eran grandes genios en la ciencia de Dios, entre ellos el famoso san Buenaventura. Tan grande fue el encanto de oír las palabras del Doctor Angélico, que al finalizar, todos los demás rasgaron sus trabajos al mismo tiempo, votando colectivamente a favor del conocido y hermoso himno «Lauda Sion».

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Este hecho conmovedor, característico de los tiempos en que «la Religión instituida por Jesucristo, sólidamente establecida en el grado de dignidad que le es debido, florecía en todas partes» (León XIII, Immortale Dei), viene a la memoria al depararnos con los documentos que reproduciré a continuación.

Requerido para confeccionar un artículo sobre la Medalla Milagrosa, al compulsar los textos referentes a la materia, mi atención se detuvo agradablemente sobre un artículo de la revista «L’Ami du Clergé» de abril de 1907. Me pareció tan bien escrito, con tan grande espíritu de síntesis y piedad, que devolví el mío al archivo y puse manos a la obra en la traducción, a fin de poner al alcance de los lectores el texto de la publicación francesa.

Con la palabra, «L’Ami du Clergé»:

 

I – APARICIÓN DE LA MEDALLA MILAGROSA

El 27 de noviembre de 1830, la Virgen Inmaculada se aparecía en la capilla de la Casa Matriz de las Hijas de la Caridad, en París.

Eran alrededor de las cinco y media de la tarde. La hermana Catalina Labouré hacía su meditación en profundo silencio. De pronto, escuchó como el frufrú de un vestido de seda viniendo del lado de la Epístola. Levantó los ojos y se deparó con la Santísima Virgen María resplandeciente de luz, vestida con ropas blancas y un manto blanco-aurora. Los pies de la Madre de Dios se posaban sobre la mitad de un globo; sus manos sostenían otro globo, que ofrecía a Nuestro Señor con una inefable expresión de súplica y de amor. Pero he aquí que ese cuadro vivo se modificó sensiblemente, para ofrecer el aspecto representado después en la Medalla Milagrosa. Las manos de María, colmadas de gracias simbolizadas en los anillos radiantes, emitían haces de luz sobre la tierra, pero con más abundancia en un punto.

Escuchemos la narración de la piadosa vidente:

«Mientras yo la contemplaba, la Virgen Santa bajó sus ojos hasta mí, y una voz me habló en el fondo del corazón: ‘Este globo representa al mundo entero, especialmente a Francia y a cada persona en particular’.

«No sé expresar lo que pude percibir de la belleza y del brillo de los rayos. «La Virgen Santa añadió: ‘Este es el símbolo de las gracias que derramo sobre las personas que me las piden’, dándome a entender lo generosa que se muestra con quienes la invocan… cuántas gracias concede a las personas que le ruegan… En ese momento, yo estaba o no estaba… no lo sé… ¡disfrutaba esos instantes!

«Se formó en torno a la Santa Virgen un cuadro algo ovalado en que se leían estas palabras con letras de oro: ‘Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos’.

«Después se hizo sentir una voz que me dijo: ‘Haz acuñar una medalla según este modelo; las personas que la lleven con piedad recibirán grandes gracias, sobre todo si la portan en el cuello; las gracias serán abundantes para las que tengan confianza’.»

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Imágenes representando las apariciones (Convento de la Rue du Bac, París)

La Medalla fue acuñada y se repartió en el mundo entero con rapidez maravillosa, y fue en todas partes un instrumento de misericordia, un arma terrible contra el demonio, un remedio para muchos males, un medio sencillo y prodigioso de conversión y santificación.

II – GRACIAS RECIBIDAS

A partir de aquí, «L’Ami du Clergé» estampa algunas gracias recibidas por medio de la Medalla Milagrosa.

Rochefort y la Santísima Virgen

Cassagnac 1 relató el incidente del duelo que sostuvo con Rochefort, con motivo de un artículo escrito por éste acerca de María Antonieta:

«Era 1º de enero. Caían enormes copos de nieve, y el manto blanco subía hasta las rodillas. Me entregaron el revólver para cargar las seis balas que Rochefort había exigido con ferocidad, y que yo había aceptado con la despreocupación de la juventud y tal vez la certeza de que no sería necesario usarlas todas; una sola debería bastar.

«Rochefort falló. Yo disparé. Rochefort se desplomó. Lo creí muerto, pues la bala llegó donde le había apuntado: en plena cadera. ¡Singular destino el de Rochefort! Casi siempre cae herido en duelo.

«Los asistentes lo rodearon. El médico, muy sorprendido, constató que en vez de ser atravesado de parte a parte, como debió ocurrir fatalmente, no había recibido más que una violentísima contusión. La bala había sido desviada. Pero, ¿por qué? El médico buscó y, cada vez más sorprendido, nos mostró una medalla agujereada por la bala, medalla de la Virgen que una mano amiga había cosido secretamente en la cintura del pantalón.

«Sin esa milagrosa medalla, Rochefort habría caído muerto».

«Que ahora venga…»

Ocho soldados moribundos fueron llevados al hospital; uno rehusó confesarse. La Hermana deslizó una medalla de la Virgen Santísima bajo la almohada del pobre enfermo.

Éste, al día siguiente, llamó a la Hermana para decirle:

-¿Aquí uno se muere igual que un perro? Soy cristiano y quiero confesarme.

-Ayer se lo propuse y usted me dijo que no -respondió la Hermana- e incluso expulsó al sacerdote.

-Es verdad, y lamento esa actitud. Que ahora venga.

«La Virgen Santa me salvó»

La víspera de la Inmaculada Concepción, cuenta una monja de orfanato, distribuí entre mis niños medallas de la Virgen María, mientras contaba algunos milagros al alcance de sus inteligencias infantiles. Terminé diciéndoles que si llevaban siempre esa preciosa medalla, la Santa Virgen los preservaría de cualquier accidente.

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Cuerpo incorrupto de santa Catalina Labouré venerado en la capilla de la Rue du Bac, París

Nuestra buena Madre no tardó en justificar esa certeza y de manera bien sorprendente.

La tarde del 11 de diciembre, a las seis, un pequeño de cinco años, llamado José, se entretenía enfrente a su casa con otros niños. Uno de más edad lo empujó con tanta fuerza, que el chiquito cayó bajo las ruedas de una carroza que atravesaba la calle en ese momento. La rueda pasó sobre la pierna del pobre niño. Oyendo sus gritos desesperados, su madre acudió en medio del llanto y recogió a su querido José, al que creía triturado, para llevarlo dentro de casa. Pero -¡oh sorpresa!- estaba sano y salvo, sin que pudiera descubrirse al menos la marca de la rueda que todos los testigos de la escena habían visto pasar sobre la pierna.

Solamente José no se sorprendió: «Es cierto, mamá, no me pasó nada malo. La Hermana nos dijo el otro día que la Virgen Santa nos protegería siempre que lleváramos su medalla». Y besaba de todo corazón esa medalla tan querida.

Al día siguiente, la madre vino a contarnos, llena de emoción, «el milagro que la Santísima Virgen había hecho a favor de su pequeño José».

Las personas que vieron al niño bajo la rueda de la carroza, y otras que supieron del accidente, lo interrogaban al respecto. Y a todas les respondía mostrando su medalla:

-¡La Virgen Santa me salvó!

La medalla de Bugeaud

Bugeaud 2 siempre guardó consigo la medalla de su hija en los peligros de sus dieciocho campañas militares, a lo largo de las cuales tantos valientes cayeron a su lado bajo los golpes de los árabes. Esta medalla aún colgaba de su cuello cuando falleció, a los 65 años, dando muestra de los más admirables sentimientos.

El siguiente episodio confirma su confianza en la Madre de Dios.

Un día de combate, percatándose dos horas después de partir que había olvidado su medalla, llamó a un spahi3 y le dijo: «Mi valiente amigo, tu caballo árabe puede hacer cuatro leguas por hora. Dejé mi medalla colgada en mi tienda, en el campamento, y sin ella no puedo librar batalla. Ordenaré que la tropa se detenga, y con reloj en mano, te esperaré una hora». El jinete partió a galope tendido y regresó una hora después. Cuando entregó la medalla al viejo guerrero, éste la besó en presencia de su estado mayor, la puso en su pecho y dijo en alta voz: «Ahora puedo avanzar. Con mi medalla jamás fui herido. ¡Adelante soldados, a derrotar a los berberiscos!»

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Silla en que se sentó la Virgen
durante la aparición

Salvadas de una avalancha

Una avalancha había aplastado una aldea de los Alpes. Los soldados enviados a prestar socorro a la población encontraron bajo los escombros a una mujer y su hija, que pasaron doce horas de aflicción indescriptible.

La madre contó que su hija estuvo desmayada varias horas, hasta la había dado por muerta. A su vez, ella misma había pedido la muerte para no agonizar mucho tiempo sobre el pequeño cadáver. De pronto, sintió la mano helada de su hija.

-¡Margarita!

-¿Dónde estamos, mamá?

-Pobrecita, estamos en las manos de Dios.

La oscuridad era completa, y las dos infelices habían hecho el sacrificio de sus vidas. Al caer la tarde, oyeron un ruido sordo: era el que producían las piquetas de los soldados que venían en su socorro. Solamente entonces las pobres sepultadas vivas sintieron renacer la esperanza.

-¡Adelante! Estamos aquí, a este lado. ¡Por amor de Dios y de la Virgen, adelante!

Como a las cinco de la tarde ya habían sido rescatadas.

El cabello de la madre se volvió blanco en esas doce horas de sepultura; pero ambas mostraban la medalla que llevaban en sus cuellos, diciendo:

-¡Aquí está la salvación y la vida!

Regreso al bien

Un joven que infelizmente se había alejado de Dios desde su infancia, pero que tenía una madre muy piadosa y buena, enfermó de gravedad. La muerte se acercaba a grandes pasos, y él no quería oír hablar nada de Dios ni de religión. Todo cuanto trataba de hacer su pobre madre era en vano. Tomó entonces una Medalla Milagrosa y la puso en el lecho del enfermo sin que éste lo notara. De repente, el joven empezó a agitarse vivamente y dijo a su madre:

-¿Qué pusiste en mi cama? Ya no puedo descansar.

La madre intentó calmarlo, aunque sin decirle lo que había hecho. Pero se vio forzada a ausentarse por unos instantes, y el joven, aunque bastante débil, bajó de la cama y descubrió finalmente la medalla. Se puso tan furioso que tomó la imagen de María, se arrastró hasta la puerta y gritó:

-¡No necesito cosas como éstas! Sin embargo, la Virgen Santísima, aun tratada de forma tan indigna por el pobre infeliz, se apiadó de él, y por un inaudito milagro de su misericordia lo hizo cambiar completamente: el muchacho pidió a su madre que trajera un sacerdote, se confesó con el más ardoroso arrepentimiento, y murió al día siguiente con todos los sacramentos de la Iglesia.

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1) Paul Granier de Cassagnac y Henri Rochefort, periodistas y políticos franceses de fines del siglo XIX.
2) Thomas Bugeaud, mariscal de Francia, gobernador general de Argelia (1840-1847).
3) Soldado de caballería en Argelia.

 

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