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San Camilo de Lelis, llaga incurable

Redacción  (Jueves, 12-02-2015, Gaudium Press) Lo que sucedió con San Camilo de Lelis, es que la llaga del pie no le sanaba y tuvo que verse obligado a buscar curación en un hospital de caridad en Roma donde al ver allí la falta de caridad de los enfermeros, resolvió practicarla hasta la extenuación de sus fuerzas, fundando su Orden Religiosa; pero la llaga no se le curó.

Aunque pertenecía a un linaje nobilísimo que tenía sus raíces en el viejo patriciado del imperio romano, la familia del santo estaba casi en la indigencia, y padre e hijo se habían dedicado al oficio mercenario o condottiero, como se dice en italiano popular. Eran los tiempos del Renacimiento y las guerras entre señores estaban perdiendo hidalguía. Miembros de nobles estirpes empobrecidas por la astuta manipulación comercial que los negociantes de siempre hacen de los productos de la tierra y el trabajo artesano, no encontraban más oficio para sus dones de mando, el aura de su condición noble y el buen sentido organizativo, que reclutar hombres, entrenarlos y ponerlos a disposición de los magnates. San Camilo aprendió el oficio con su padre. Por el oficio, su vida era la de un soldado con mando, un hombre de vocabulario, costumbres y modales toscos. Jugador empedernido poseído casi diabólicamente por el vicio, vendría a ser famoso por haber jugado hasta la camisa.

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La llaga que le dejó el estribo de la silla de montar, más parecía la expresión física de la que tenía en el alma, muy difícil de curar. Pero fue ella la que lo llevó a la santidad, no hay duda.

La Divina Providencia tiene un camino para conducir cada alma junto a Ella. Es duro aceptarlo, pero frecuentemente un horror incluso moral, brutalmente enquistado en el alma y contra el que se debe luchar todo el día, es el camino de una santificación. Caer, levantarse, seguir adelante, volver a caer, levantarse de nuevo, así quizá hasta el último día de vida, poco antes de la muerte.

Esas llagas del alma a veces adquiridas en la infancia por un trauma espantoso permitido por Dios, cuando no se tenía manera de defenderse, se pueden convertir en una estrella resplandeciente de luz multicolor que brillará en nuestra alma gloriosa por y toda la eternidad. Basta aceptarla con humildad y sin reclamos. Esa es la auténtica sanación. O al menos el comienzo de esta, para terminar curándose de forma maravillosa cuando estemos delante del Juicio personal de Dios.

¡Cuánto agradeció Santa Teresita a Dios no haberle permitido nunca cometer un pecado mortal! ¿Fue eso acaso lo que la llevó precisamente a aceptar confiada la terrible enfermedad que la mató víctima inocente? ¿Y qué pensarán entonces los que han andado por la vida con un pecado incurable? ¿Con un vicio espantoso que no se cura y no se cura a pesar de oraciones, mortificaciones, frecuentes confesiones y otros recursos espirituales? ¿Desesperará?

Cuentan los testimonios de algunos de los que San Camilo reclutó en el hospital para su apostolado, que expiándolo por entre las rendijas de su pobre celda lo veían curarse en las noches la herida del pie inflamado ardiendo de fiebre por el trauma y el dolor. A veces lo oían hablar con ella y decirle ¡duele, duele más justicia de Dios! Mientras la vendaba o desvendaba para la curación. Sin embargo, al otro día, con su cojera habitual, una expresión de mansedumbre, paz e incluso gozo espiritual resplandecía en su rostro, como si no sintiera nada.

Que Dios permita en un alma un vicio moral para después santificarla mediante un torrente de gracias profundamente especialísimas, a veces imperceptibles por uno mismo, está en todo su derecho. Él sabe lo que hace con sabiduría amorosa y a nosotros cumple el deber de aceptarlo humildemente aún sin entenderlo mientras no se deje de pedir y pedir perdón y curación. Pero que lo hace para salvarnos, no cabe la menor duda. Hoy la medicina alterna está entendiendo que hay enfermedades simplemente irreversibles, y que el método curativo consiste en enseñarnos a sobrellevarlas con tratamientos y medicamentos de por vida, con un ingrediente del que a veces no dice nada pero que se llama ‘paciencia cristiana’. Procedimientos psicoterapéuticos complementarán tal vez la receta, pero la enfermedad sigue ahí, y está para santificarnos, sea una herida en el alma o sea en el cuerpo.

Por Antonio Borda

 

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