jueves, 28 de marzo de 2024
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Alimento del cuerpo, alimento del alma

Redacción (Jueves, 19-02-2015, Gaudium Press) «No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4). La frase contundente de Jesús -respuesta por lo demás directamente dada al siniestro tentador- nos indica que hay por lo menos dos tipos de alimentos, unos para el cuerpo y otros para el alma, y que el alimento más perfecto para el alma es la instrucción divina.

Bien es cierto que Dios ha hablado a los hombres. Lo ha hecho por boca de sus profetas, sus jueces, sus reyes, sus levitas y desde la creación de la Iglesia en la voz del magisterio. Entretanto, las obras de Dios son también -en sentido amplio- palabra de Dios.

Dios ha querido iluminar la mente de los hombres no sólo con sus conceptos, sino que también con una instrucción más «sensible» a través de la obra de la Creación, particularmente por medio de las cosas más bellas y perfectas, que son mejor reflejo de Él, pues Él es la Belleza y la Perfección.

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Siendo así, aquel que tras dura faena se sentase a la orilla de un lago a contemplar admirativo un bello atardecer, ciertamente se estaría también alimentando de esa «palabra que sale de la boca de Dios». Sobre todo cuando del mero gusto deleitable, ese hombre buscase partir de ahí a la consideración de la belleza infinita del Autor de los lagos, de los atardeceres. Si un atardecer puede ser tan apacible, tan restaurador, como lo será Dios. Si la contemplación de un lago es algo tan plácido, si un lago es tan lleno de riquezas, tan variado en medio de su calma, si su observación puede ser tan «relajante», como lo será el contacto a través de la gracia con la Divinidad.

La escucha de la voz de Dios que llega por medio de los bellos objetos materiales, puede ser preparatoria de la habitación de Dios en un alma.

Todo objeto especialmente bello es la ocasión para volar hacia el paraíso, o hacia el cielo.

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Si tengo en mi frente un cuadro de la Dolorosa, puedo partir de ahí para considerar la belleza sublime de la compunción de la Madre de Dios. No hay dolor más bello que ese dolor, salvo el dolor de Cristo. Puedo dejar volar la matriz de belleza y verdad que hay en toda alma y «sentir» que el dolor de la Virgen a la par de profundísimo no era desesperado; era dolorosísimo pero sereno, ella nunca perdió el señorío sobre sí: Ella es Reina, la mayor de toda la Historia. Legiones de ángeles la custodiaban, y a pesar de parecer débil, durante todo el drama de la Pasión no menguó su poder. Pero su dolor sí era fortísimo, porque ella y solo ella comprendía en su totalidad la gravedad del crimen que se consumaba. Entretanto, incluso en medio al dolor, una punta de alegría, porque al final la humanidad estaba siendo redimida. Ella crió la víctima, y de alguna manera ella misma la colocaba en el altar de la expiación.

¡Qué grandeza, qué profundidad, qué altura la de la Vida de la Virgen! Y que alivio hallamos cuando la meditamos, a partir de un cuadro que puede ser no una obra pinacular.

Por Saúl Castiblanco

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