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Fin trágico de Saúl

Redacción (Miércoles, 30-12-2015, Gaudium Press) Los filisteos derrotan a los israelitas. El impío Saúl y sus tres hijos, entre los cuales el valeroso Jonatan, mueren en combate.

David, no creyendo en las lágrimas de arrepentimiento de Saúl, permaneció escondido en el desierto de Zif.

David toma la lanza de Saúl

De hecho, el pésimo Saúl, acompañado de 3.000 hombres de élite de Israel, fue a buscar al justo David para matarlo.
Al saber que su perseguidor ya se encontraba en el desierto, David, juntamente con Abisaí – su sobrino, mayor que él 1 -, se dirigió hasta el campamento donde Saúl y sus soldados dormían profundamente.

Sigilosamente, los dos se aproximaron a Saúl, y Abisaí quiso eliminarlo, pero David lo impidió. Ambos agarraron la lanza que estaba junto a Saúl, y se fueron. «Nadie despertó, pues todos dormían un profundo sueño, que el Señor les había enviado» (I Sm 26, 12).

El heroico David subió a un monte, de donde gritó censurando fuertemente Abner, el jefe del ejército, por no haber vigilado a su señor; y mostró a todos sus perseguidores la lanza de Saúl, que él había tomado. Saúl reconoció la voz de David y declaró que había pecado. Pero David no creyó en el arrepentimiento de Saúl, y continuó su camino.

Se refugia entre los filisteos

David resolvió buscar refugio entre los filisteos, que eran idólatras, pues veía que era la única forma de librarse del impío Saúl. Entonces el varón de Dios y sus 600 soldados, así como sus familias, fueron a residir con Aquis, rey de Gat, en la ciudad de Siceleg.

Y «David permaneció en el territorio de los filisteos un año y cuatro meses» (I Sm 27, 7). «Ese período fue de cierto modo el inicio de la realeza de David. Él gobernaba la ciudad y sus alrededores, se ejercitaba en la guerra, aumentaba su ejército, enviaba regalos, etc., todo a manera de un rey.» 2

Durante ese tiempo, David devastaba los pueblos paganos que vivían en los vecindarios; y gozaba de la total confianza de Aquis.

Cierto día, los filisteos decidieron atacar a los hebreos.

Incluso muerto, el profeta Samuel increpa a Saúl

Saúl había prohibido en Israel «toda magia y evocación de espíritus» (I Sm 28, 3). Pero, hombre vacío de seriedad y lleno de contradicciones, él mismo, vistiéndose de modo a disfrazarse, fue durante la noche hasta la casa de una
mujer «evocadora de espíritus», y pidió que ella invocase a Samuel.

Y «mientras la hechicera preparaba las acostumbradas artimañas para engañar al rey, Dios, no por virtud de ella, sino por su imperscrutable decreto, hizo oír la voz del profeta» 3, que lanzó increpaciones contra Saúl, diciendo que él perdiera la realeza, la cual había pasado a David, pues no obedeciera a la voz del Señor ni hiciera que los amalecitas sintiesen el furor de la ira de Dios (cf. I Sm 28, 18). Agregó que Israel sería derrotado por los filisteos, y Saúl así como sus hijos morirían.

Oyendo tales palabras, Saúl quedó asustado y cayó por tierra. Después se rehízo un tanto y volvió a su casa. La Doctrina Católica condena la evocación de los muertos 4. Pero en ese caso, comenta el gran exegeta Fillion, «fue obra del propio Dios, que envió al profeta para terminar la predicción terrible que él antes había iniciado contra Saúl» 5, consignada en I Sm 15, 23-33.

David se aleja de los filisteos…

Mientras tanto, los filisteos resolvieron atacar Israel. En la disposición de las tropas, David y sus hombres, en número de 600, quedaron en la retaguardia, juntamente con el rey Aquis.

Pero los jefes de los filisteos dijeron a su rey que David podría tornarse adversario de ellos cuando la batalla comenzase. Entonces, Aquis llamó a David, le hizo los mayores elogios, diciéndole inclusive: «Tu eres valioso a mis ojos como un Ángel de Dios» (I Sm 29, 9); sin embargo, agregó que, debido a las insistencias de los príncipes filisteos, David debería retirarse con sus soldados.

Fue providencial esa resolución de los jefes filisteos, pues David jamás lucharía contra sus hermanos hebreos. Si esto no hubiese sucedido, él encontraría otro razón para librarse del combate. 6

David y sus soldados volvieron y después de tres días llegaron a Siceleg, la cual había sido incendiada por los amalecitas, que llevaron cautivos a todos los habitantes, inclusive Aquinoam y Abigail, mujeres de David.

… y embiste contra los amalecitas

Eso causó profunda consternación a David y sus hombres. El valiente guerrero recurrió a Dios que le recomendó perseguir a los amalecitas. Y, con sus 600 soldados, él partió. Pero, en la larga caminata, 200 de ellos quedaron exhaustos y no pudieron continuar.

Entonces, con apenas 400 hombres, David se precipitó sobre los amalecitas que estaban comiendo y bebiendo, y los derrotó. Liberó a todos los cautivos y recuperó todo aquello que los amalecitas habían robado, además de otros despojos. Regresando a Siceleg, David envió parte del espolio a los ancianos de Judá, sus amigos, diciendo: «Recibid como homenaje a vosotros una parte del espolio de los enemigos del Señor» (I Sm 30, 26).

Entretanto, los filisteos atacaron Israel y mataron a Jonatan y otros dos hijos de Saúl. Herido gravemente por las flechas enemigas, Saúl ordenó a su escudero que lo matase a espada. Pero el escudero se negó. Entonces Saúl tomó la espada y se lanzó sobre ella; y en seguida el escudero también se suicidó.

Muchos soldados israelitas huyeron. Los filisteos cortaron la cabeza de Saúl y colocaron el cadáver de él, así como de sus tres hijos, suspensos en la muralla de Betsã.

Que María Santísima nos obtenga la gracia de comprender las lecciones extraídas de la Historia Sagrada – y también de la Historia Universal -, para la formación de nuestras almas.

Por Paulo Francisco Martos

(in Nociones de Historia Sagrada (55))

………………………………………….

1 – Cf. FILLION, Louis-Claude. La Sainte Bible commentée. 3. ed. Paris: Letouzey et aîné. 1923, v.II , p. 318.

2 – FILLION, Louis-Claude. La Sainte Bible commentée. 3. ed. Paris: Letouzey et aîné. 1923, v.II, p. 321.

3 – SÃO JOÃO BOSCO. História Sagrada. 10 ed. São Paulo: Salesiana, 1949, p.108.

4 – Cf. Catecismo da Igreja Católica, n. 2116.

5 – FILLION, Louis-Claude. La Sainte Bible commentée. 3. ed. Paris: Letouzey et aîné. 1923, v.II, p. 324.

6 – Cf. Idem ibidem, p. 327

 

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