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Porque mucho amó… II Parte

Redacción (Lunes, 15-02-2016, Gaudium Press)

Camino a Cortona

El paso definitivo estaba dado. La gracia había tocado lo más profundo del alma de Margarita, infundiendo verdadero arrepentimiento de sus pecados y fortaleciéndole la voluntad para levantarse de tan triste estado.

Con todo, ¿por dónde comenzar? Entregó a la familia del marqués todo cuanto de él recibiera, tomó su hijo de siete años y volvió a Laviano, a fin de buscar refugio junto a su padre. La cruel madrastra, sin embargo, usó toda especie de artimañas para que ella ni siquiera entrase en casa.

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Cuerpo incorrupto de Santa Margarita de Cortona

Abandonada a la propia suerte, sin socorro material alguno, Margarita se encontraba expuesta a los mayores peligros. Y el maligno, temeroso de perder su presa, no tardó en aparecer. «Vuelve a mí, vuelve a las delicias de la vida, le decía. Tienes inteligencia, belleza, juventud; poseerás el amor, y el mundo te derramará todavía en la taza todas las divinas ebriedades. No tienes que censurarte, porque tus padres te expulsan de su casa».

Con la resolución propia de las almas tocadas por el soplo del Espíritu Santo, se opuso a la tentación: «No, no, Margarita, replicó ella, con un tono de sublime energía, no te entregues de nuevo a la ignominia y al remordimiento. Ya por mucho tiempo deshonraste a tu Creador, por largos años hiciste guerra a Aquel que te rescató al precio de su Sangre. Es llegada la hora de expiares las revueltas e ingratitudes. ¿Qué importa la miseria? Es preferible mendigar el pan a volver al mal. Tu padre de la Tierra te rechazó, tu Padre del Cielo te recibirá». Apenas formulara esta resolución, Margarita oyó nítidamente una voz interior que le dijo: «Ve a Cortona y colócate bajo la dirección de los frailes menores».

Sin titubear ni considerar los obstáculos y los casi 30 km a ser recorridos a pie, ella se levantó y se puso en camino.

Prueba definitiva del perdón

Llegando a Cortona, fue acogida por la condesa de Moscari y su nuera, las cuales se encargaron de la educación de su hijito, que más tarde se tornó religioso franciscano, y la encaminaron a los frailes menores. Allí, un prudente y sabio director espiritual, el padre Giunta Bevegnati, pasó a asumir el cuidado de su alma; él fue también su más fidedigno biógrafo.

La misericordia divina es infinita. «Lávame y me tornaré más blanco que la nieve» (Sl 50, 9), cantó David penitente. Si el pecador se humilla y reconoce sus culpas, el perdón de Dios llega a extremos inimaginables, restaurando más de lo que fue perdido con la caída. Y a veces esto se da de forma milagrosamente rápida.

Así sucedió con Santa Margarita. El propio Cristo pasó a guiarla por medio de dones místicos, éxtasis y locuciones interiores, y de tal modo ella quedó transfigurada por la gracia que pasó, «de un salto, de los abismos de la abyección a las cimas de la belleza moral».
Entretanto, la duda del pleno perdón de sus numerosos pecados afligía su dolorido corazón, pues el Divino Salvador jamás la trataba de Hija, como tanto ansiaba, sino siempre de Pobrecita.

Solo después de una penosa Confesión general de toda su vida, la cual duró ocho días, Él pasó a tratarla de la forma tan anhelada. Al aproximarse a la Sagrada Mesa para recibir a Jesús Eucarístico, la devoción y afectuosa piedad de Margarita agradaron tanto al Señor que Él la llamó de hija mía, llevándola al suavísimo éxtasis. Al volver a sí, exclamó: «¡Oh, infinita y suma dulzura de Dios! ¡Oh, día feliz prometido por Cristo! ¡Oh, palabra llena de toda ternura, cuando os dignasteis llamarme vuestra hija!». ¡Era la prueba definitiva del perdón!

Quiso Jesús hacer conocer su clemencia hacia Margarita como un paradigma para todas las almas caídas, declarando: «Dispuse que seas como una red para los pecadores. Quiero que el ejemplo de tu conversión predique la esperanza a los pecadores desesperados. Quiero que los siglos futuros se convenzan de que siempre estoy dispuesto a abrir los brazos de mi misericordia al hijo pródigo que, sincero, vuelve a Mí».

«Me venciste y te venceré»

Quien sabe medir la gravedad de las culpas sabrá estimar debidamente el valor inconmensurable del perdón. Margarita se sentía embriagada de amor, al considerar el abismo de conmiseración del cual era objeto y, al mismo tiempo, concibió un odio irreconciliable por todo cuanto le había sido ocasión de pecado. Así, se entregó a una vida de penitencia, la más rigurosa posible, mostrando un verdadero ardor en restituir a su Creador todo lo que recibiera.

Para llevar mejor a cabo esta tarea, rogó a los frailes menores para ser admitida como terciaria. Le fue exigida, por tres años, una prueba de perseverancia, después de la cual recibió con indecible alegría el hábito de la Orden Tercera de San Francisco.

Acostumbraba ella decir a su cuerpo: «Me venciste y te venceré». Y lo castigaba con constantes ayunos y vigilias. Tal ímpetu de expiación la llevó a encerrarse en una estrecha celdita, donde pasaba los días sujeta a dura disciplina: un pedazo de pan y un poco de agua por alimento, el piso duro por lecho y una piedra por almohada.

Por la Hna. Ana Lucía Castañeda Ocano, EP

(Mañana: III y última parte – Efectos maravillosos de la gracia)

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