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Éxodo en la Cuaresma

Redacción (Lunes, 15-02-2016, Gaudium Press) El estado de alma que propone la Iglesia para estos tiempos cuaresmales es el del Éxodo: Un caminar rumbo a la tierra prometida, lo que requiere un cambio de vida, una real conversión en medio de la precariedad y dificultades de esta existencia terrena como fue la vida de los israelitas en el desierto. Meditar sobre lo que sucedió a los judíos en Egipto antes de tener que salir de allá, sería parte de una ponderada profundización de los acontecimientos.

¿A qué se dedicaban antes de ser esclavizados por el nuevo Faraón que los consideró un peligro para la nación egipcia? ¿Se habían ya adaptado cómodamente a las delicias del Nilo? ¿Tuvieron profetas en esos 400 años de vida antes de ser esclavizados, que les recordaban la promesa de la tierra prometida? ¿Acaso la habían ya olvidado y solo el rigor de la dolorosa esclavitud los volvió a hacer pensar en la promesa a Abraham? ¿Estaban divididos entre los que mantenían la esperanza de la promesa y los que querían quedarse en Egipto olvidándose de ella? Tal vez habría un partido centrista que ni olvidaba la promesa pero esperaba una señal especial. Los últimos versículos del Génesis y los primeros del Éxodo pueden dar una clave.

Primero que todo, es comprensible que el prestigio de los judíos entre los egipcios tras la organización que a José se le ocurrió para sobrellevar la hambruna, debió ser enorme. La Historia cuenta que José prácticamente gobernó durante muchos años y enriqueció al Faraón, lo cual debió redundar en un buen posicionamiento social, político y económico de los hijos de Jacob y sus respectivas tribus. En consecuencia no hay duda que algunos judíos ya estaban definitivamente aposentados en las tierras del lugar. Así como posteriormente algunos se helenizaron en el imperio de Alejandro Magno, es probable que ya unos se habían -vamos a decir «egiptizado». Estarían objetando a los que proponían salir, buscarían pretextos para decir que todavía no había señales que indicaran la partida, nada raro que algunos ya practicaran cultos idolátricos egipcios con buenos resultaos en cuanto a protección y éxitos en los negocios. Solamente el dolor común de la esclavitud los podría unir, y eso incluso era muy relativo, pues el hecho aquel de la pelea entre los judíos que Moisés quiso evitar (Ex 2, 13-14) puede indicar que no estaban muy unidos que digamos.

No es de descartar que algunos ya se habían adaptado a ese tipo de vida esclava, sobrevivían como podían y preferían eso a la dura incertidumbre del desierto. Y si ninguno se quedó para seguir de esclavo, resolvieron partir un poco de mala voluntad y aprehensivos con la aventura. Es posible que Moisés con su insistencia no les cayera muy bien. Generalmente los profetas nunca han sido bien vistos.
Este hombre de Dios tuvo que cargar entonces con unos pocos fervorosos enteramente fieles a él, otros refunfuñones inconformes, otros de muy mala voluntad pero resignados esperando que cometiera errores para desacreditarlo ante los demás, otros incluso saboteando todo lo que podían, algunos con planes distintos a los de Dios y Moisés cuando llegaran a la prometida tierra de leche y miel, en fin, variedad infinita de actitudes que son las mismas que todavía hoy tomamos frente a las exigencias de nuestra travesía en la que la Iglesia hace bien en colocarnos en la clave de la oración, limosna y ayuno ante todo: mantener el alma elevada a Dios, darle comprensión fraterna, ayuda y tolerancia al que poco o nada tiene, y abstenernos de tanta cosa que no nos edifica y a veces nos sobra como críticas, juicios y comentarios que nadie nos está pidiendo.

Por Antonio Borda

 

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