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El silencio: el gran consejero

Redacción (Jueves, 26-05-2016, Gaudium Press) Es de noche y, en la cumbre de la montaña, reina la más negra oscuridad, apenas cortada por los pálidos reflejos de la luna que, por entre espesas camadas de nubes, rasgan por algunos momentos las tinieblas. Es noche oscura, las estrellas casi no brillan, parecen mudas en el firmamento a la espera de grandiosos acontecimientos que les anuncien la victoria. En lo alto de la montaña, una altiva e imponente construcción parece desafiar la noche con sus torres y almenas bellamente talladas en la piedra. Es un magnífico castillo, una fortaleza antiquísima, una reliquia de la Cristiandad.

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A pesar de ser medianoche, una luz brilla con intensidad rara en el recinto sagrado del castillo; en el altar-mayor seis velas iluminan un riquísimo crucifijo de mármol incrustado de piedras preciosas y los brillos multicolores que de éstas se esparcen a la luz de las velas son reflejadas con particular belleza en la plateada lámina de una espada, que honrosamente reposa encima del altar. A su lado, la imagen de la Virgen de las Batallas mira con predilección a una figura, que de rodillas, pasa horas de esta noche oscura en silencio y oración.

Es un caballero, o mejor, será «armado caballero» si pasa con heroica piedad la noche de vigilia de armas. Reina el más profundo silencio en el Castillo, en la montaña y casi se podría decir que en toda la faz de la Tierra. El mundo entero parece contener la respiración para así admirar, en el más profundo silencio, este intrépido penitente. Su oración, aunque silenciosa, conmueve a los Ángeles que allí lo observan y lo protegen, ahuyentando los demonios que parecen no soportar tanta quietud. Y es en la negrura de la noche que este mismo silencio comienza a hablar al corazón del joven caballero.

Sin aún comprenderlo completamente, el caballero levanta al cielo una fervorosa oración y agradece, con filial afecto, al Padre del Cielo por concederle conocer los misterios de la caballería, no en un campo de batalla, sino en el profundo silencio de una noche de oración. Su espíritu, antes ávido de glorias pasajeras y mundanas, acaba de ser iluminado por la fe y no busca más su propia gloria, sino la de Dios; no más los efímeros aplausos de la nobleza, pero sí, los méritos con que son coronadas las virtudes; no la conquista de plazas y fortalezas, sino la corona de la gloriosa santidad que solo los verdaderos soldados de Cristo conquistan.

cavaleiro_gaudium_press.jpgLa aurora todavía no llegó, la oscuridad de la noche se niega a disiparse; los pálidos rayos del sol todavía no vencieron la batalla del amanecer y este joven caballero permanece aún de rodillas delante del Tabernáculo. Los fantasmas de la noche no lo desanimaron, el silencio y la oscuridad lo fortalecieron en sus propósitos de santidad, y la Virgen Inmaculada, cual tierna y bella madre, protegió su espíritu contra las frivolidades de la edad.

¿Y qué dice el silencio? El silencio habla de Dios y de la Virgen, que ciertamente de allí lo observan con predilección. El silencio narra las gloriosas batallas de los mártires cuyas reliquias son veneradas hace siglos y, le enseña el secreto de tales virtudes heroicas. El silencio le hace recordar los prodigiosos hechos de sus antepasados, y las tremendas luchas que trabaron para gloriosamente conquistar la corona de la eterna bienaventuranza. También él deberá esforzarse para obtener la gloria de sus antepasados y la virtud de los santos.

En el silencio de la noche, el caballero analiza su futuro en la defensa de la fe y de la Iglesia: las guerras y batallas, los peligros y amenazas de la vida de campaña, las aventuras y dificultades enfrentadas durante las guerras, los infortunios y derrotas que ocurren cuando se es cobarde y mediocre, la tristeza y desolación que asola al inconstante e indisciplinado. Las horas pasaron, pero el humilde caballero persiste en su vigilia y estos y muchos otros pensamientos susurran a su oído el silencio…

Este caballero se acordará por toda la vida que aprendió más en el silencio de la vigilia de armas que en las más gloriosas y sangrientas batallas, y que el secreto de la victoria no está en el medio de la agitación de armas, sino en aquella paz y, que iluminado por la gracia se entrega a las manos de la Providencia, para que Ella lo sustente, lo guíe y lo conduzca a la morada eterna…

Quizá, quien está leyendo estas pocas líneas sonría al terminar de hacerlo y, juzgue – no sin una fuerte dosis de «sentido común» – que esos bellos pensamientos pertenecen infelizmente al pasado, y solo pueden figurar en las páginas de alguna «Catena Aurea», incapaces de hacer eco en medio del bullicio de la sociedad hodierna.

Para una sociedad tecnológica como la nuestra, donde como otros Baals, los ídolos de la modernidad levantan sus altares en todos los lugares, arrastrando a la humanidad entera – cada vez más pragmática y atea – para los abismos de la irracionalidad, parece locura querer hablar en silencio… Para los hombres de hoy, no hay tiempo para pensar, meditar y mucho menos para callarse. La humanidad camina esclavizada por un ejército tan atractivo como peligroso, compuesto por agentes cada vez más numerosos: teléfonos, televisores, computadoras, teléfonos celulares, smartphones, iPods, tablets… y un sin fin de componentes tecnológicos capaces de aterrorizar el alma de cualquier pobre medieval que pudiese contemplarlos, y que han cruelmente substituido las formas más orgánicas de relacionamiento humano.

Este ejército virtual conquistó las mentes humanas, casi que imperceptiblemente, y alteró drásticamente las costumbres de la sociedad, relegando a la «edad de piedra» las antiguas y amenas tertulias entre amigos, las acaloradas discusiones en las plazas, las tradicionales conversaciones de familia, las meditaciones de un monje, las buenas lecturas de un joven en una tarde de invierno y hasta incluso los inocentes juegos de niños, por interminables y odiosos videojuegos, chats, twitters y todo lo que están todavía por ser inventado, eliminando completamente los momentos plácidos y necesarios de silencio que poseía la humanidad.

De hecho, el esplendor y fecundidad escondidos en el silencio son un precioso tesoro que la humanidad precisa redescubrir y verdaderamente practicar para alcanzar los picos más altos de la santidad. Él es la auténtica fuerza en la formación espiritual de las almas, y da sus frutos en la vida religiosa; que pueden ser, perfectamente, aplicados a la vida secular de los católicos en el siglo XXI.

Por la Hna. Gabriela Victoria Silva Tejada

 

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