jueves, 18 de abril de 2024
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Cristeros e Iglesia

Redacción (Miércoles, 16-11-2016, Gaudium Press) Alguien nos ha vendido una imagen muy sentimental y romántica de los aborígenes de la América prehispánica. Ya está más que confirmado que entre los siglos IX y X por ejemplo, una gravísima y misteriosa vorágine hundió rápidamente la totalidad de la cultura Maya, llamada por algunos historiadores «La Grecia de América». Acerca de este colapso, todo son conjeturas con pocas pruebas científicas suficientes pero sus consecuencias no son misteriosas y sí muy conocidas: abandonaron esas especies de ciudades o centros rituales sanguinarios y volvieron a la selva -de la que habían salido hacía 300 años, que al parecer se los tragó definitivamente bien antes de que llegaran los españoles. Lo mismo sucedió con la enigmática llamada cultura de san Agustín al sur de Colombia.

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Conversión de indígenas – Óleo en la Basílica antigua de Guadalupe, México

Para que la manigua los devorara tuvo que haber sido que la diáspora fue casi individual, los utensilios fueron poco aptos para la supervivencia, las enfermedades incontrolables y las misteriosas deformaciones craneanas y oculares que se hacían les fueron adversas: Acostumbraban prensar con dos tablas la cabeza del recién nacido para alargarla atrofiando el lóbulo frontal y le colgaban un pequeño objeto en la frente y entre los ojos para que creciera con estrabismo. Además la cacería de otros pueblos para el canibalismo los había enviciado horrorosamente perdiendo el gusto para cultivar. En los huesos que hoy se analizan se ha encontrado osteoporosis temprana, descalcificación aguda y hasta leucemia infantil.

Los más recientes estudios de esa sociedad confirman que intentaban una vida más que comunitaria, comunista. Algo así como una gran sociedad igualitaria pero regida por una especie de ‘soviet supremo’ déspota y cruel al igual que sucedía entre los Incas y los Aztecas. Una casta sacerdotal y guerrera que no conocía la misericordia y la caridad con el vencido, el herido, el enfermo terminal y el viejo como verificaron los españoles, franceses e ingleses cuando entraron en contacto con otros aborígenes de américa. ¿Cómo fue posible que toda una nación estuviera convencida por sus chamanes que si no había sacrificios humanos la noche anterior, al otro día no saldría el sol? Sin luz suficiente para iluminar su vida nocturna, vivían entre las tinieblas y la penumbra no solamente físicas sino espirituales. En las noches se oían los aullidos de los sacrificados cuyas carnes y corazones serían después devorados por los sacerdotes.

Impresionan sus pirámides y sus figuras labradas en piedra, pero no conocían la rueda, los animales de carga ni la tracción animal que eran ejecutadas por mano de obra esclava. Las mujeres no tenían ningún derecho a nada: eran para la reproducción, el placer y el duro trabajo doméstico de esos tiempos. Los polígamos hombres las podían matar sin responder por ello. Son muchas las crónicas, cartas y relatos de misioneros enviados a sus comunidades en Europa donde se puede comprobar este horror. ¿Estarán guardadas en los archivos secretos del Vaticano? Lo que sucede con ellas -que todavía subsisten en otros archivos, es que se las consultan con prejuicios liberales para intentar justificar las guerras de independencia mostrándonos unos buenos salvajes sin pecado original expoliados por el colonialismo, contra el que presuntamente luchó la libertad, la igualdad y la fraternidad de los ideólogos de las revoluciones norteamericana y francesa. Los mismos liberales del siglo XIX en España quisieron hacer desaparecer documentos irrefutables. ¿Para eso querían el poder?

Algunos poco objetivos antropólogos tratan de convencernos de que la llegada de los europeos a América fue un mal enorme. No pensaron así las castas inferiores aborígenes sometidas al trabajo animal, que se aliaron con los primeros conquistadores o comenzaron a desertar de sus tribus cuando la superstición les hizo creer que los dioses los habían abandonado irremediablemente.
Cuando los encomenderos se volvieron grandes propietarios republicanos con las tierras arrebatadas a la corona y a las comunidades religiosas -pero exigiendo derechos feudales, su primer enemigo fue la Iglesia que alfabetizaba los indios, los bautizaba y les enseñaba la fidelidad conyugal a las mujeres para que no se dejaran abusar de esos presuntos libertadores de la patria con derecho a pernada. Entonces la fe católica arraigó profundamente en estos pueblos porque se sentían protegidos, amparados, comprendidos, en suma, dignificados y con derechos. ¿Se explica de otra manera ese fervor profundo y confiado en los santos y los sacramentos que se levantó tres años en la «Cristiada» mexicana sin el apoyo de sus mismos obispos y con la poderosa persecución armada del propio ejército nacional de su país? En estos tiempos de sorpresas en las encuestas y la política, también la Fe puede dar una no necesariamente armada pero bien grande. Oremos.

Por Antonio Borda

 

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