Redacción (Martes, 25-01-2011, Gaudium Press) En el municipio de Ráquira, departamento de Boyacá, a 180 kilómetros de Bogotá, se encuentra el bello Monasterio de Nuestra Señora de la Candelaria. Lo circunda un paisaje lleno de contrastes; cimas áridas alternan con la cuenca angosta y profunda del río Gachaneca, donde se contempla un paisaje lleno de verdor y fecundidad.
Hacia 1597 varios ermitaños, buscando un lugar apartado encontraron éste, donde empezaron a llevar una vida especial tipo anacoreta, con oración, contemplación y penitencia. Algunos eran clérigos y cada uno tenía su pequeña habitación pajiza, separadas unas de otras. Se reunían ocasionalmente para conversas espirituales y recibir consejos del director quien les indicaba las penitencias que debían practicar y después volvían a su recogimiento.
Don Andrés de Velosa, dueño de esas tierras donó el terreno a los ermitaños Juan Rodríguez, Diego de la Fuente y Domingo de Anaya, que fueron los primeros. Obtuvieron los permisos y ellos mismos pidieron al Padre Mateo Delgado, malagueño, de aristocrática familia y egresado de la Universidad de Alcalá de Henares, que fuera el director de la naciente comunidad. Y efectivamente fundó ahí un convento de su orden agustiniana.
El Padre Mateo habiendo sido casado convino con su esposa que él entrase al Convento de los Padres Agustinos en Sevilla y ella junto a su hija ingresasen a un convento de Monjas también Agustinas. Tras ingresar a la orden del Santo de Hipona viajó como misionero al Perú; pero Dios dispuso que al pasar por Cartagena en Colombia, aquejado por una enfermedad, se quedase primero allí y luego fuese enviado a Villa de Leiva para la evangelización con los indígenas. Estando allí conoció a los ermitaños y pasó a dirigirlos.
Trabajó ardorosamente el Padre Mateo en la construcción del convento, obra que se concluyó en 1611. Es él considerado como el fundador del Monasterio de Nuestra Señora de la Candelaria. Murió en 1631 a los 105 años de edad.
Al conocer el monasterio, el visitante siente, además de la belleza natural del lugar y de lo impactante del conjunto arquitectónico, una paz y bendición toda especial.
Lugar escenario de lucha entre ángeles y demonios
Estos heroicos ermitaños causaron la envidia y las iras del infierno, porque precisamente en este propio sitio donde estaban ubicados, tenía el demonio un adoratorio donde recibía culto de los Chibchas. El ángel caído, despechado, quiso aterrorizar a los ermitaños: valiéndose de métodos de violencia, se escuchaban -sin explicación natural- gritos, se veían sombras misteriosas, se producían inexplicables obscuridades. La réplica de los devotos monjes fue aumentar la oración, la penitencia y crear una Ermita bajo la protección de Nuestra señora de la Purificación o Candelaria, cuya imagen tiene al Niño Jesús envuelto en pañales y con una vela encendida en su mano izquierda.
En breve el lugar se tornó punto de peregrinación de los pueblos de la comarca que acudían al «Desierto», como hasta hoy se conoce, guiados por sus Párrocos, especialmente en la fiesta de la Virgen que es el 2 de Febrero.
Milagros de la Virgen de la Candelaria
La creciente manifestación de la bondad de Nuestra Señora atrajo entretanto la furia del demonio, y de algunos indígenas que le rendían culto, quienes lanzaban dardos encendidos contra el techo pajizo que cobija la Imagen de la Virgen, sin lograr prenderle fuego. Los indígenas quedan espantados y se convierten al catolicismo, poniéndose bajo la protección de la Madre de la Candelaria.
El niño Antonio Guarín, con sus cortos 10 años de edad, fue admitido en el Convento. Era Antonio tan amante de la Santísima Virgen que al cantarle la Salve Regina en la iglesia, a la vista de la comunidad estupefacta, siempre que él decía «Ea pues Señora abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos», se elevaba del suelo como vara y media y así permanecía por largo rato en éxtasis. Quiso la Virgen tener más cerca de sí a tan bello capullo, y un año después se lo llevó al cielo con 11 años.
Otro caso impresionante fue de un joven de color que decía barbaridades y blasfemias y se le veía constantemente bien alterado. Mientras se le conducía al «Desierto», gritaba por el camino que no lo llevasen donde «esa mujer con la velita». Al llegar, salió el padre Mateo y le colocó la correa de San Agustín sobre el cuello y quedó literalmente exorcisado, recuperando al fin la serenidad y tranquilidad.
San Ezequiel Moreno, restaurador de la provincia de la Candelaria
Fue desde España de donde salió la primera comisión restauradora, compuesta por 7 religiosos, que tenía como Superior a Fray Ezequiel Moreno, en 1888, para realizar la restauración de la provincia de la Candelaria de Colombia, ya que el Convento y la propia comunidad habían quedado semi-abandonados a raíz de las persecuciones tremendas que la Iglesia sufrió en 1861, de parte de la dictadura del General Cipriano Mosquera.
Con el celo misionero que siempre caracterizó a Fray Ezequiel, fue nombrado primer Vicario apostólico de Casanare en 1894, y posteriormente Obispo de Pasto, donde realizó grandes transformaciones materiales y espirituales.
En 1905 se le manifestó al futuro santo un doloroso cáncer en la nariz. Muere en España en 1906. Está enterrado en el Convento de Monteagudo, y fue canonizado por el Papa Juan Pablo II en 1992, como ejemplo de Pastor y misionero.
Al visitar el Convento de la Candelaria se puede venerar varias reliquias de este gran santo, defensor de la Iglesia, como su báculo de Obispo. Hasta hoy se siente su presencia dentro de los preciosos claustros, recientemente restaurados.
En uno de los viajes por Colombia realizados por el fundador de los Heraldos del Evangelio, Mons. Juan Clá Dias, expresó en una conferencia: «La fe combativa que se nota en los colombianos se debe a que hubo en estas tierras misioneros de peso, de virtud, que marcaron el alma ardorosa y llena de fe de estos pueblos». Y es verdad; para muestra un botón.
Un grupo de Heraldos-Caballeros de la Vírgen realizamos un retiro espiritual entre el 12 y 16 de enero del 2011, basados en las inigualables meditaciones de San Ignacio, en la Posada de San Agustín, lugar anexo al Monasterio. Fueron días de mucho recogimiento, bendición y silencio, y pudimos constatar esa presencia sobrenatural envuelta en una belleza natural especial.
Por Gustavo Ponce
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