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El Alma fiel

Redacción (Viernes, 29-11-2013, Gaudium Press) Hace dos mil años surgió en Israel un Hombre realmente extraordinario. Él pasó por la tierra haciendo el bien y con sus predicas atrajo a las multitudes, que acudían a escuchar maravilladas al Maestro que predicaba con autoridad y declaró a su propio respecto: «Fue para dar testimonio de la verdad que yo nací y vine al mundo. Todo aquel que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18,37). Esas palabras del Salvador son para nosotros un llamado: ser de la verdad.

Hay en todo hombre una necesidad de verdad que hace de ella el objeto de una constante búsqueda, nacida de lo más íntimo del ser. En último análisis, la sed de verdad no es otra cosa que la Búsqueda de lo Absoluto puesta en el núcleo de los seres racionales por el propio Creador. «Quien busca la verdad busca a Dios, aunque no lo sepa».[1] De ese modo, estamos continuamente buscando la verdad, ya que siempre estamos buscando a Dios, la propia Verdad.

La verdad de la vida

No hay quien no se pregunte lo que es la verdad. Conocer las cosas como ellas son en sí mismas es poseer la verdad, conocerlas de modo diferente es engañarse. La verdad atiende al intelecto porque en ella está el bien de las naturalezas inteligentes, su fin y perfección. ¿Será ella también capaz de dar una razón de nuestra vida, dándole sentido y valor superiores, y todavía satisfacer el inmenso deseo de verdad que abraza no sólo a nuestra razón sino, sobre todo a nuestra alma? Bajo este aspecto ella se presenta como ‘verdad de vida’, o sea, una conducta recta, conforme las palabras del rey Ezequías: «Acuérdate, Señor, de cómo anduve delante de ti según la verdad y siempre con un corazón recto» (Is 38,3).

La verdad de la vida es una regla de rectitud personal, según la cual la vida es llamada verdadera, es decir, «en cuanto ella se conforma a aquello que es su propia regla y medida, o sea, la ley divina, que le confiere esta rectitud».[2] El salmista parece haber comprendido tal realidad cuando cantó: «Escogí seguir la senda de la verdad, delante de mi coloqué vuestros preceptos, al Señor. Vuestra ley es la verdad» (cf. Sl 118,30; 142).

De acuerdo con Santo Tomás, la verdad de la vida es común a todas las virtudes,[3] lo que significa que engloba las virtudes y brilla en ellas.[4] Es por eso que muchas veces ella es designada con el nombre de la virtud en la cual se resplandece. La verdad de la vida se da el nombre de justicia como afirma el Águila de Hipona: «Pienso que son justos los que actúan bajo la ley eterna» [5]; y por causa de la rectitud que le es esencial, la verdad de la vida es también llamada simplemente de rectitud, como comenta la Glosa: «Tiene corazón recto quien quiere lo que Dios quiere».[6] Es por ese medio que podemos ser de la verdad.

Un llamado para todos

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San Agustín – Catedral de Colonia, Alemania

Al despertar a la vida consciente, el niño observa que en el mundo existe un admirable orden. Enseguida, impelido instintivamente a buscar el bien y a amar la verdad, mirando para sí mismo percibe ese orden reflejado como en un espejo y discierne en su interior la verdad que buscaba. Es por eso que San Agustín decía: «No salgas de ti, pero vuelve para dentro de ti mismo, la verdad habita en el interior del hombre».[7] Si fuera fiel a ese primer movimiento, el niño no tardará en escoger la verdad que descubrió grabada en su corazón por maestra y guía, pues comprende que de la fidelidad a ella dependerá la rectitud de su vida. Así, pues, cuanto más amor ella dedica a la verdad, cuanto mayor fuera la limpidez en discernirla y contemplarla, y mayor el entusiasmo en abrazarla, mayores serán, en consecuencia, las condiciones de triunfo que dispondrá en las innúmeras batallas que tendrá en pro de la fidelidad.

Con efecto, cuantas y cuantas veces, el justo, si quisiera conservar su rectitud será blanco de burla o de persecución. En cuantas ocasiones deberá sustentar su palabra mismo con daño para sí. En cuantas otras, una mentira o injusticia se presentarán como óptima oportunidad. A pesar de todo, él permanece inmaculado en su integridad. A tal persona Prof. Plinio Corrêa de Oliveira llamaba alma fiel:[8] aquella que vio la verdad, hizo lo posible para sacar las conclusiones que de ella penden, y porque ama la verdad más que todo, firmó con ella un pacto eterno y se decidió a seguirla incondicionalmente. Por ese motivo está dispuesto a abandonar cualquier cosa en favor de la verdad, aunque eso represente una gran renuncia o le cueste la propia vida. Así procede el hombre de recto corazón, no con tristeza o siquiera resignación, sino con gran júbilo. Él tiene en la propia verdad una perenne fuente de alegría, encontrando en ella su paga y recompensa. Sabiamente escribió Teodoreto: «Cuando Dios no prometió premio alguno a los que luchan por la verdad, ella solo es tan hermosa que puede obligar a los que la aman a sufrir toda suerte de trabajos por su amor».[9] De hecho, «Quien tiene recto corazón ha de ver la cara de Dios» (Sl 10,7), he aquí la máxima recompensa del justo: la propia Verdad Eterna y Absoluta.

Ley viva

El corolario de una vida recta es, para el alma fiel, discerniendo el bien y practicando la verdad, convertirse ella misma en una ley viva. Por vivir en la verdad, el justo levanta dentro de su alma un muro de separación entre la virtud y el vicio, el bien y el mal, la verdad y el error, de manera que para que él practique el mal debe hacer esfuerzo, tiene que violentarse; su consciencia es recta y lo torna capaz de distinguir con claridad el bien y el mal en cada situación, haciendo de él un juez recto – además a veces severo – para sí mismo. En una palabra, esa persona merece el elogio que recibió Natanael del propio Redentor: «Es ese un israelita de verdad, un hombre en el cual no hay fraude» (Jn 1,47).

Por Luís Filipe Barreto Defanti

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[1] STEIN, Edith. apud AGUILÓ, Alfonso. É razoável crer? São Paulo: Quadrante, 2006, p. 8.
[2] S. Th. II-II, q. 109, a.2, ad 3.
[3] S. Th. II-II, q. 109, a.2, ad 3.
[4] S. Th. II-II, q. 109, a.3.
[5] AGUSTÍN, San. Liv. Arb. I, 15, n. 31.
[6] Glosa Lombardi: ML 191, 325.
[7] AGUSTÍN, San. A verdadeira religião, 39, n. 72.
[8] Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. O funcionamento mental: O processo lógico e o simbólico. São Paulo, 04 abr. 1960. Palestra.
[9] TEODORETO. Cart. 21 a Euseb., sent. 3.

 

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