Redacción (Miércoles, 28-05-2014, Gaudium Press) La tendencia hacia lo maravilloso, que existe en todo hombre -evidentemente también en el no bautizado- es algo así como el pedestal de la fe.
Los más fuertes instintos que habitan en los hijos de Adán no son los que tienen su raíz en el cuerpo, sino sobre todo aquella inclinación hacia Dios, hacia la Verdad, la Bondad y la Belleza plenas, en cuya realización se encontrará la felicidad total ansiada. Este es un elemento fundamental de la filosofía y la psicología cristianas.
Este instinto principal ya se manifiesta en el niño, cuando es atraído de forma irresistible por lo maravilloso, eso que es especialmente bello. Es su encanto con las bolas de colores de un árbol de Navidad, con un conejito, por un pajarillo, con un juguete especialmente llamativo; se expresa también en la no prevención y el embeleso del infante con el conjunto de la naturaleza, y con todas las personas, en quienes comúnmente solo ve seres buenos, pues todos ciertamente deben ser como él es, benignos, inocentes.
Esa inocencia del niño cautiva a todo aquel que no haya ensombrecido su alma con el egoísmo total. Primero a sus padres, pero también a quien conserve algo de rectitud en el espíritu. ¿Por qué? Porque normalmente sin saberlo, quienes contemplan al niño inocente ven ahí de forma incontaminada la semejanza de Dios. Y también porque les recuerda que ellos también fueron esa pura semejanza…
Por ejemplo, mientras escribimos estas líneas escuchamos en la melodiosa e inocente voz de Jackie Evancho la canción «Imaginer», cuya letra compuesta para la jóven intérprete y traducida del francés reza: «Bien antes de la torre de Babel / [de] los ‘iphone’, los motores diesel / Existía un jardín / Grande como nuestra vieja tierra / donde los hombres protegían a sus hermanos / Imaginar un mundo solar / Donde se disolverían nuestras viejas guerras / Imaginar un mundo sin hambre / Donde el cielo de un solo Dios / Extinguiría todos los fuegos». Una vez más, en una melodía entonada por voz infantil, el deseo de un mundo perfecto, celestial, en definitiva maravilloso.
Entretanto… ese instinto de lo maravilloso, que satisfecho era fuente de nuestra alegría, fue siendo agobiado por las consecuencias del pecado original, por nuestro egoísmo, por las decepciones de la vida. Sin embargo allí se mantiene, pues es instinto básico, fundamental; también puede ser llamado el instinto de la felicidad.
Si al alma en que se desarrolló el instinto de lo maravilloso se le narran adecuadamente las verdades de la fe, ella las hallará totalmente complementarias con ese su instinto: Nada más «comprensible» para ella que un Dios que se hace Niño maravilloso; ese, un Niño hermoso que tiene una Madre también maravillosa que al mismo tiempo es Virgen purísima; un Niño adolescente lleno de sabiduría incomparable que instruye a los máximos teólogos de su tiempo; Dios-Hombre sublime que en un acto de total generosidad, entrega enteramente su vida por todos los demás hombres. Una historia, pues, también maravillosa.
En fin, en el sentido señalado, vemos que lo maravilloso sirve de pedestal de la fe. La fe encuentra campo abonado en los espíritus que no renegaron por completo de su inclinación natural a lo sublime; la fe es la coronación sublimísima de la tendencia a lo sublime natural. Asimismo, la fe bien llevada preserva, recupera y fortalece lo maravilloso de la infancia, pues lo confirma con aquello que hay de más real, que es la realidad divina.
Por tanto, la tendencia a lo maravilloso -es decir la búsqueda y la complacencia en lo especialmente bello, en todos los campos- es como uno de los lados de la ojiva gótica al que se junta el lado de la fe, para llevar nuestras almas hacia Dios. No podemos despreciar el instinto de lo maravilloso en ese caminar, so pena de «dejar coja» a la mera fe.
Por Saúl Castiblanco
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