Redacción (Miércoles, 28-05-2014, Gaudium Press) «¡Tarde Te amé, oh Belleza tan antigua y tan nueva, tarde Te amé! Estabas dentro y yo fuera Te buscaba. Me precipitaba yo deforme, sobre las cosas hermosas que hiciste. Estabas conmigo, contigo yo no estaba. Las criaturas me retenían lejos de Ti, aquellas que no existirían si no estuviesen en Ti. Llamaste y gritaste y rompiste mi sordez. Cintilaste, resplandeciste y ahuyentaste mi ceguera. Exhalaste perfume, lo aspiré y anhelo por Ti. Probé, tengo hambre y tengo sed. Me tocaste y me abracé en el deseo de tu paz». (Confesiones X)
¿Cuál es la mayor obra de Dios? Ciertamente muchos afirmarían que crear el Cielo y la Tierra; el Doctor Angélico, entretanto, respondió esta pregunta haciendo una sutil distinción al indicar que la grandeza de una obra puede ser determinada bajo dos puntos de vista: por el modo de obrar y por la magnitud del resultado obtenido. Bajo el primer aspecto realmente la creación es su mayor obra, pues el universo fue creado ‘ex nihilo’; sin embargo, de acuerdo con el segundo, la justificación del impío es la mayor una vez que su término es el bien eterno de la bienaventuranza, que es todavía más excelente que la creación del Cielo y de la Tierra, cuyo término es el bien de la naturaleza mutable (cf. S. Th. I-II, q. 113, a. 9).
Una de las más bellas conversiones de la historia es, sin duda, la de San Agustín.
Pero grave error cometería quien juzgase que la conversión es fruto de raciocinios que mueven la persona a cambiar de vida. En realidad, explica Santo Tomás que «el hombre no puede de modo alguno levantarse por sí mismo del pecado sin el auxilio de la gracia» (I-II, q. 109, a. 7).
Con efecto, tarde amó San Agustín la Belleza tan antigua y tan nueva porque el hombre no puede amar a Dios sobre todas las cosas sin el auxilio de la gracia que cure su naturaleza degradada por el pecado original (cf. I-II, q. 109, a. 3); él buscaba fuera la Belleza que en él estaba porque como más adelante él mismo la iría explicar: «merecidamente la luz de la verdad abandona los prevaricadores de la ley, con el cual se tornan ciegos»; igualmente se precipitaba deforme sobre las cosas hermosas que Dios creó porque el pecador es como un enfermo que puede ejecutar algunos movimientos, pero no con la perfecta desenvoltura del hombre sano hasta que no sea curado con la ayuda de la medicina que es la gracia (cf. I-II, q. 109, a. 2); en fin, él no estaba con Dios dado que las criaturas lo retenían lejos de Él pues mientras la naturaleza está desordenada por el pecado, la voluntad humana no se somete a Dios (cf. I-II, q. 109, a. 7).
Con todo, en determinado momento Dios lo llamó y le rompió la sordez; cintiló y resplandeció ahuyentándole la ceguera. Cuando San Agustín recibió la gracia de la conversión, que movió su voluntad para abrazar la Fe, finalmente consiguió amar la Belleza tan antigua y tan nueva que tanto había buscado donde no estaba.
Habiendo experimentado en sí mismo la excelencia de la gracia de la conversión y como la misericordia de Dios realmente es superior a todas sus obras, el Santo Doctor de Hipona afirmó con toda propiedad: «juzgue quien pueda si es más crear ángeles justos o justificar impíos. Ciertamente si las dos cosas supone el mismo poder, la segunda requiere más misericordia».
Por tanto, podrá aún existir alguna duda sobre ¿cuál es la mayor obra de Dios? Encerremos oyendo esta vez al Santo Doctor de Hipona: «es más excelente tornar justo un pecador que crear el cielo y la tierra, porque el cielo y la tierra pasarán; pero la salud y la justificación de los predestinados permanecerá para siempre».
Por el P. Rodrigo Alonso Solera Lacayo
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