Redacción (Miércoles, 10-05-2017, Gaudium Press) En La Salette (1846), Lourdes (1858) y Fátima (1917) Nuestra Señora aparece es a niños y a cada aparición disminuye la edad de los agraciados videntes. Jacinta escasamente llegaba a los siete añitos. En la Rue de Bac de París se le había manifestado en 1830 a una joven novicia Vicentina de origen campesino inocentísima, de 24 años de edad. Con los niños la Virgen pareciera decir algo.
Niños campesinos sin pretensiones ni compromisos con nadie, inocentes y simples como el agua de las fuentes que brotaron en esos lugares, veraces y cabales, que nunca se contradijeron en las decenas de sofocantes interrogatorios a que fueron sometidos de buena y mala fe, por periodistas, escritores y autoridades religiosas. Y después de tantas gracias, súplicas y maternales advertencias de María, no podemos decir que la humanidad haya mejorado moralmente, que es la esencia de los llamados de la Madre de Dios en sus apariciones.
«Misericordia quiero y no sacrificios» (Mt 9, 13) No hay duda que las celebraciones y oraciones que hagamos serán acogidas en el Cielo, pero eso no es suficiente. Lo que se nos ha pedido es sobre todo caridad cristiana a toda prueba, algo que implica mortificaciones, renuncias, penitencias, conversión y sometimiento agradecido a la Voluntad de Dios por más dolorosa que nos sea. El orden social que se viene imponiendo gradualmente sea por guerras o reformas políticas no se compadece con el mensaje de Nuestro Señor Jesucristo absolutamente en nada. Estamos construyendo un mundo para un hombre sin Dios que solo cree en la tecnología y el poder que da el dinero. El tiempo del ocio y la diversión supera ya el tiempo de trabajo en muchas ciudades del mundo. Trabajo hecho a las prisas, sin responsabilidad ni cuidado, sin compromiso con la empresa ni con la sociedad. Sueños de ojos abiertos en las nuevas generaciones cada vez más autistas y disolutas que ante la frustración deciden evadirse en las drogas, el alcohol, las conductas excéntricas y criminales a manera de aventuras intensas e incluso el terrible suicidio.
Los tres pastorcitos, especialmente Francisco y Jacinta, se fueron a tiempo para el Cielo. De hecho no les hubiera quedado más alternativa que seguir la vida religiosa y de clausura que se le impuso a la Hermana Lucia. En el mundo probablemente se habrían perdido irremediablemente o al menos confundido y sin rumbo como les aconteció a los pastorcitos de La Salette.
Víctimas de la peste que azotó a Europa después de la Primera Guerra Mundial, los dos pastorcitos de Fátima murieron en olor de santidad pero una santidad enteramente crucificada y dolorosa, ofreciendo su vida en reparación por los pecados cometidos contra Dios Nuestro Señor y por la salvación de las almas.
Aljustrel, casa de Jacinta y Francisco |
Profundamente impresionados con todo lo que la Virgen les reveló, decidieron iniciar por su cuenta una serie de renuncias y sacrificios que para niños de su edad no podían ser más mortificantes: regalaban su merienda diaria a niños más pobres, soportaban calor y sed, algunas veces comían frutos verdes y amargos, rezaban mucho todos los días, Lucía aguantó mansamente palizas, desprecios y reclamos de su madre y sus hermanas que la trataban de mentirosa. Llegaron a ceñirse en la cintura una cuerda áspera y apretada con la que pasaban todo el día y que Nuestra querida Madre del Cielo les tuvo que prohibir que usaran mientras dormían. Fueron encarcelados y maltratados por las autoridades civiles locales y amenazados incluso de muerte. Los tres inocentes pastorcitos resistieron heroicamente como mártires de una causa y una promesa: Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará. El Reino de María que vendrá tras una necesaria purificación penitente, con la que la humanidad de hoy, cómoda e indiferente, debería acompañar lo que ellos tres comenzaron voluntariamente y por amor de Dios desde aquel primer 13 de mayo de 1917.
Por Antonio Borda
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