Redacción (Martes, 15-08-2017, Gaudium Press) La Capilla Dominus Flevit fue construida en el lugar donde Jesús lloró, durante su entrada triunfal en Jerusalén.
Narran los Evangelios que en el Domingo de Ramos, durante el cortejo de su entrada triunfal en Jerusalén, cuando pasaba en las proximidades del Huerto de los Olivos, Jesús se detuvo por un momento. Tenía él delante de sí el bello panorama, en el cual se destacaba el majestuoso Templo, cuyos portales habían sido cruzados a lo largo de los siglos por tantas generaciones de fieles, y sobre todo Profetas, Reyes y grandes personajes bíblicos. Allí, de tantos modos, se manifestara el propio Dios.
En medio al silencio de la multitud, el Divino Maestro se detuvo para considerar aquel escenario, recordando las disposiciones de sus habitantes a lo largo de tres años de predicaciones. ¡Entonces, lloró!
Consideraba él el empeño con que invitara al pueblo de Israel para trillar la vía de una profunda conversión, y el rechazo con que este llamado fue respondido. Rechazo que se consumaría con su condenación y crucifixión.
«Oh, si tú al menos en ese día que te es dado, conocieseis lo que puede traerte la paz. Pero no, eso está oculto a tus ojos. Vendrán sobre ti días en que tus enemigos te cercarán de trincheras, te sitiarán y te apretarán por todos lados» – exclamó Jesús (Lc, 19, 40)
«¡Jerusalén, Jerusalén, que matas los profetas y apedreas aquellos que te son enviados! ¡Cuántas veces yo quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos debajo de sus alas… y tú no quisiste!» (Mt. 23, 37).
Dos mil años transcurrieron desde que esas lágrimas brotaron del rostro de Jesús. A lo largo de los años y de los siglos, la Iglesia viene recordando tal episodio en sus lecturas litúrgicas, sobre todo en la Semana Santa. Además, lo recuerda también un simple monumento, esto es, una Capilla edificada en el lugar donde se dio el llanto.
El pequeño templo, concebido con el formato que evoca una gota de lágrima, fue edificado en 1950 sobre las ruinas de un pequeño oratorio de los primeros siglos de la era Cristiana, del cual se conservan algunos trazos.
La Capilla es designada en latín con el título Dominus Flevit, que significa El Señor Lloró.
Una amplia ventana permite al sacerdote Celebrante, así como a los fieles, contemplar a lo lejos la ciudad Santa de Jerusalén, en la misma perspectiva que lo hizo el Divino Maestro hace dos mil años.
La posición de su altar – junto a una amplia y artística ventana semicircular – permite que el Celebrante, como también el público, tenga delante de sí el mismo escenario de Jerusalén, contemplado antes por el propio Cristo.
El altar de mármol ostenta un bello mosaico con la artística figura de una gallina protegiendo a sus pollitos debajo de las alas abiertas. Esa ave, tan común en los menús domésticos de los pueblos, fue elevada por Nuestro Señor en sus predicaciones, que la comparó a la protección de los padres a sus hijos. Por eso, en la decoración de un altar simboliza al propio Salvador, en su amor por la humanidad.
En una de sus homilías sobre el Domingo de Ramos, comenta Monseñor João Clá, que «la realeza de Jesucristo proclamada en su solemne entrada en Jerusalén, se tornaría pretexto de su condenación. ¿Por qué? Por el odio de los que no quieren aceptar la invitación para un cambio de vida. Jesús venía predicando una nueva perspectiva del Reino de Dios, bien diferente de aquella que ellos tanto deseaban, y por eso fue rechazado. Vemos que si la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén precedía las humillaciones de su Pasión, esta, a su vez, prenunciaba la verdadera glorificación de Jesús, conforme sus propias palabras a los discípulos de Emaús, después de la Resurrección: «¿Por ventura no era necesario que Cristo sufriese para que así entrase en la gloria? (Lc 24, 26).
En el altar de la Capilla un mosaico evoca el deseo del Divino Maestro de acoger bajo su protección al pueblo de Israel, como la gallina acoge y protege sus pollitos.
Por el P. Colombo Nunes Pires, EP.
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