Redacción (Martes, 06-02-2018, Gaudium Press) Al término eucaristía hay que referirlo inmediatamente al Cuerpo de Cristo, al santo Sacrificio de la Misa, a la Comunión sacramental. Pero es también extensible a una actitud de alma de agradecimiento y de inmolación. En griego «eucaristía» significa acción de gracias, demostración de gratitud, reconocimiento.
En este sentido, todos los momentos de la vida de la Virgen María han sido eucarísticos, en la acepción más plena y literal de la palabra, ya que su vida fue siempre una ofrenda agradable a Dios.
Su fiat en la casa de Nazaret, dando su consentimiento para que se realizase el misterio de la Encarnación, fue un momento fuerte, de esos que llamamos «eucarísticos». Habiendo concebido por obra del Espíritu Santo, y durante los nueve meses que se siguieron, Ella se transformó en el primero y más sublime sagrario de la historia. Sagrario itinerante y procesional, viajando por las montañas de Judea para servir a su prima Isabel, o yendo a lomo de burro a la ciudad de David con su virginal esposo, en obediencia al decreto de Cesar Augusto, para que pueda darse el prodigioso nacimiento del Hijo de Dios en una gruta, a la sazón transformada en palacio.
En Roma, una religiosa reza durante la elevación de la eucaristía |
¿Qué decir de los treinta años de intimidad de Jesús, María y José en el hogar de Nazaret? No fueron más que una continua acción de gracias.
Ya en Caná de Galilea, a la vista de la necesidad de unos flamantes esposos que festejaban sus nupcias, Ella nos enseña a estar atentos a las necesidades de los demás y a cumplir los designios divinos. Como se sabe, adelantando la hora del Señor, la Virgen sentenció «hagan lo que Él les diga» y el agua se transformó en vino en aquella primera cena de la vida pública de Jesús. ¿Qué puede haber de más eucarístico y de más evangélico que este consejo?
Y en la última cena, cuando, ardiendo de amor, el Señor realizó la transformación del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre para darse en alimento, María por cierto supo y acompañó ese magno acontecimiento.
San Juan Pablo II nos dice en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia: «En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los apóstoles, concordes en la oración (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. (…) Pero, más allá de su participación en el banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer eucarística con toda su vida. (…) (n° 53).
Interesa citar aquí un testimonio singular y maravilloso: una vidente concepcionista española del siglo XVII, la Venerable Sor María de Agreda, a quién María Santísima dictó su vida, describe de qué manera la Virgen vivió aquel Jueves Santo. Sus revelaciones, que pueden ser creídas piadosamente aunque no hagan parte de la Revelación oficial de la Iglesia, se recogen en el libro «Mística Ciudad de Dios», un clásico de espiritualidad cristiana.
Después de considerar lo que el Evangelio nos narra sobre la última cena, dice la religiosa: «…partió luego otra partícula del pan consagrado y la entregó al Arcángel San Gabriel, para que la llevase y comulgase a María santísima. (…) Quedó depositado el santísimo Sacramento en el pecho de María santísima y sobre el corazón, como legítimo sagrario y tabernáculo del Altísimo. Y duró este depósito del sacramento inefable de la Eucaristía todo el tiempo que pasó desde aquella noche hasta después de la resurrección, cuando consagró San Pedro y dijo la primera Misa».
Alguno podrá decir: «pero este pormenor no lo revelan los Evangelios». Es verdad. Pero tampoco los evangelistas nada nos dicen sobre una aparición del Señor Resucitado a María. Y sin embargo, es un lugar común entre teólogos, santos y pueblo fiel, que no pudo ser de otra manera. Conmovido y agradecido, siendo el mejor de los hijos nacido de mujer ¿Jesús no iba a premiar y a consolar a la Madre en esas circunstancias?
Junto a la cruz, la oblación eucarística de María llegó a su auge al consentir en todo lo que pasó con el fruto de sus entrañas. Sin ser Ella propiamente sacerdote ordenado, actuó como sacerdote sacrificador diciendo un nuevo fiat al Padre eterno. Abraham inmolando a Isaac prefiguró a María en el Calvario. En aquel altar del monte providencial, un ángel sostuvo el puñal del Patriarca. En la cima del Calvario, ese ángel no vino y el sacrificio de Cristo se consumó.
También, junto a Jesús en cruz, Ella se tornó oficialmente nuestra Madre al recibirnos en su corazón herido, en obediencia al testamento de Jesús que transformó nuestra pobre humanidad en ofrenda: «ahí tienes a tu hijo».
Por fin, en Pentecostés, la que es Esposa del Espíritu Santo, realiza un singular ministerio eucarístico reuniendo a los discípulos y atrayendo para ellos la venida del Paráclito. Esta vez no es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad la que se encarna como en Nazaret o la toma el lugar del pan y del vino como en la última cena; es la Tercera Persona que es comunicada a los fieles de la Iglesia naciente para renovar la faz de la tierra, no sin la mediación de María.
A lo largo de dos mil años de historia cristiana, la Virgen Madre, «Mujer Eucarística», obra incesantemente la terea dispensar a los fieles la gracia de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que Ella conquistó por designio divino y con su concurso sacrificial. Lo hace muy especialmente en los días que corren, atrayendo a la tierra el triunfo del su Inmaculado Corazón, en cumplimiento de su profética promesa hecha en Cova de Iría.
Por el P. Rafael Ibarguren, EP
(Publicado originalmente en www. opera-eucharistica.org)
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