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Mirad las aves del cielo

Redacción (Viernes, 16-08-2013, Gaudium Press) Para enseñar a los hombres a confiar en la Providencia, quiso Dios crear en la naturaleza imágenes palpables de su infalible benevolencia, como las aves del Cielo. Ellas «no siembran ni siegan, ni cosechan en los graneros», pero el Padre celeste las alimenta. Ahora, pregunta Jesús, «¿no valéis vosotros mucho más que ellas?» (Mt 6, 26).

Además de darnos aliento en las dificultades de la existencia, ese pasaje del Evangelio nos facilita contemplar una de las infinitas facetas del Autor de la vida, pródigo para con sus criaturas. Y nos permite vislumbrar misteriosos reflejos de la Eterna Sabiduría al crear las multitudes de aves que «vuelan sobre la superficie de la Tierra, debajo del firmamento de los Cielos» (Gn 1, 20). Pues Dios no solo les da de comer de la repleta mesa de la naturaleza, como también predispuso el organismo de todas ellas, según las diferentes especies, proporcionando los recursos ideales para buscar su propia nutrición.

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Un atrayente ejemplo de eso nos es ofrecido por el pájaro carpintero, una de las más curiosas aves del cielo. Él no tiene plumaje exuberante ni canto maravilloso, pero despierta la admiración de quien tiene la agradable sorpresa de encontrarlo, casi siempre solitario, firmemente erecto en el tronco del árbol.

Gracias a la peculiar disposición de las cuatro garras de sus patas -dos dirigidas para atrás y dos para el frente- y la cola rígida, en la cual se apoya, este ruidoso habitante de las florestas consigue mantenerse aplomado en elegante posición, mientras martilla los árboles buscando alimento. El pico, mucho más fuerte que las otras aves, le permite pasar el día entero en ese laborioso forrajeo, en extraordinaria velocidad, haciendo resonar por la mata el «toc-toc-toc» característico de su presencia. Como es proprio a todas las obras salidas de las manos de Aquel que es la Perfección, esa intensa actividad diaria no causa dolores ni incómodos a la pequeña ave, pues su cabeza es guarnecida por una estructura cartilaginosa que funciona como amortiguador, protegiendo el cerebro contra el impacto de tantas vibraciones. A todo ese rico mecanismo natural del simpático martillero, se agrega una apurada capacidad auditiva: él consigue oír el ruido de los insectos y larvas que se abrigan en el hueco de los árboles. ¡Por eso perfora siempre en el lugar correcto y captura a las presas haciendo uso de su puntiaguda lengua cuya largura llega a ser hasta cinco veces mayor que el pico!

He aquí algunos elementos de perfección de la especie dados por el Padre celeste al pájaro carpintero para garantizar su subsistencia. Cada uno de ellos nos hace ver un trazo de la insondable ciencia y de la infinita bondad de Dios, y nos trae a la mente la indagación del Eclesiástico: «¿Quién será capaz de relatar sus obras? ¿Quién podrá comprender sus maravillas?» (Eclo 18, 2-3).

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De esa incomprensible maravilla reportémonos a la enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo y confiemos en la ilimitada dadivosidad de Dios, que nunca nos desampara. Pues si tal es su celo por una ave, criatura irracional, incomparablemente mayor es su desvelo por los hombres, creados a su imagen y semejanza, hijos suyos por el Bautismo, llamados a glorificarlo, amarlo y servirlo de modo libre y consciente, en la vida terrena y por toda la eternidad.

Entretanto, en los momentos de incerteza y aflicción extremas, no nos limitemos a contemplar las aves del cielo. Juntemos las manos en fervorosa oración y dirijamos nuestra mirada filial y confiada a aquella que, entre mil otros títulos, es llamada también Madre de la Divina Providencia. Por medio de Ella, el gobierno de Dios sobre nosotros se hace «con una plenitud de cariño, de conmiseración, de afecto, que agota de modo completo todo cuanto el hombre pueda imaginar». Después de experimentar esa acción maternal, brota en el alma fiel una pregunta que expresa más amor que deseo de saber, verdadero himno de gratitud y alabanza: «¿Quién es el hombre Señor, para que te él te acuerdes y lo trates con tanto cariño?» (Sl 8, 5).

Por Emelly Tainara Schnorr.

 

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