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Nuestra Señora de Guadalupe y San Juan Diego – Parte I

Redacción (Jueves, 12-12-2013, Gaudium Press) Siendo 12 de diciembre el día en que se conmemora la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, se hace oportuna la publicación de las consideraciones que hoy transcribimos:

Se piensa generalmente que Juan Diego era un indígena «pobre» y de «baja condición social». Con todo, sabemos hoy, por diversos testimonios, que él era hijo del rey de Texcoco, Netzahualpiltzintli, y nieto del famoso rey Netzahualcóyolt. Su madre era la reina Tlacayehuatzin, descendiente de Moctezuma y señora de Atzcapotzalco y Atzacualco. En estos dos lugares Juan Diego poseía tierras y otros bienes de herencia.

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A este representante de las etnias indígenas del Nuevo Mundo, la Madre de Dios apareció hace casi quinientos años, trayendo un mensaje de bienquerencia, dulzura y suavidad, cuya luz se prolonga hasta nuestros días.

Para comprender la magnitud del bondadoso mensaje de Nuestra Señora, debemos trasladarnos al ambiente psico-religioso de aquel tiempo.

De un lado, las numerosas etnias que habitaban el valle de Anahuac, actual Ciudad de México, habían vivido durante décadas bajo la tiranía de los aztecas, tribu poderosa, dada a la práctica habitual de sangrientos ritos idolátricos. Anualmente, sacrificaban millares de jóvenes para mantener encendido el «fuego del sol». La antropofagia, la poligamia y el incesto formaban parte de la rutina de vida de ese pueblo.

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San Juan Diego.

Los dedicados misioneros, llegados allí con los conquistadores españoles, veían la necesidad imperiosa de evangelizar aquella gente, extirpando de modo categórico tan repugnantes costumbres. Entretanto, los malos hábitos adquiridos, la dificultad del idioma y, sobre todo, un cierto orgullo indígena de no aceptar el «Dios del conquistador» en detrimento de sus divinidades, tornaban difícil la tarea de introducir en ese ambiente la Luz del mundo.

Dios Nuestro Señor, todavía, en su infinita misericordia, queriendo que todos los hombres «se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4), preparaba una maravillosa solución para ese impase.

Nuestra Señora aparece a San Juan Diego

El 9 de diciembre de 1531, Juan Diego estaba en los alrededores de la colina Tepeyac, en la actual Ciudad de México. Repentinamente, oyó una música suave, sonora y melodiosa que, poco a poco, se fue extinguiendo. En ese momento escuchó él una lindísima voz, que en el idioma nahualt lo llamaba por el nombre. Era Nuestra Señora de Guadalupe.

Después de saludarlo con mucho cariño y afecto, Ella le dirigió estas palabras llenas de bondad: «Porque soy verdaderamente vuestra Madre compasiva, quiero mucho, deseo mucho que construyan aquí para mí un templo, para en él Yo mostrar y dar todo mi amor, mi compasión, mi auxilio y mi salvación a ti, a todos los otros moradores de esta tierra y a los demás que me aman, me invoquen y en mí confíen. En este lugar quiero oír sus lamentos, remediar todas sus miserias, sufrimientos y dolores».

En seguida, Nuestra Señora pidió a Juan Diego que fuese al palacio del Obispo de México, y le comunicase que Ella lo enviaba y pedía la construcción del templo.

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Nuestra Señora se le aparece a San Juan Diego.

Sin dudar, el «mensajero de la Virgen» fue a entrevistarse con Mons. Luís de Zumárraga, y le contó lo que había ocurrido. Pero el Obispo no le dio crédito y lo mandó volver otro día.

Segunda y tercera apariciones

En ese mismo día, al poner del sol, Juan Diego, pesaroso, fue a comunicar a Nuestra Señora el fracaso de su misión. Con encantadora inocencia, pidió a Ella que escogiese un embajador más digno, estimado y respetado. La Madre de Dios le respondió: «¡Escucha, oh menor de mis hijos! Ten por seguro que no son pocos mis servidores, mis mensajeros, a los cuales Yo pueda encargar de llevar mi mensaje y hacer mi voluntad. Pero es muy necesario que vayas tú, personalmente, y que por tu intermedio se realice, se efectúe mi querer, mi voluntad. Y mucho te ruego, hijo mío, el menor de todos, y firmemente te ordeno, que vayas mañana otra vez a ver al Obispo. Y de mi parte hazle saber, hazle oír mi querer, mi voluntad, para que este la realice, haga mi templo, que le pido. Y otra vez dile que yo, personalmente, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envío».

Al día siguiente, después de asistir a la Misa, Juan Diego volvió a buscar al Obispo Mons. Zumárraga, que lo recibió con atención, sin embargo más escéptico aún, diciéndole ser necesaria una «señal» para demostrar que era realmente la Reina del Cielo que lo enviaba. Con toda naturalidad, el indígena respondió que sí, iba pedir a la Señora la señal solicitada.

Al caer el sol, como las veces anteriores, apareció a Juan Diego Nuestra Señora, radiante de dulzura. Ella aceptó sin la menor dificultad concederle la señal pedida. Para esto, lo invitó a volver al día siguiente.

(Ver mañana Parte II).

 

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