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Hubo entre ellos un profeta. ¿Y entre nosotros?

Redacción (Viernes, 10-07-2015, Gaudium Press) La figura del Profeta, en el Antiguo Testamento, nos evoca un varón de Dios llamando a los hombres a dirigirse al Creador, a buscarlo con más amor y perfección y así alcanzar la salvación y felicidad eterna. Guía con el mandato divino de indicar los caminos de la verdad para toda la sociedad. La actitud propia que todos deberían tomar de cara a él – aunque no siempre los israelitas la tuviesen – era la admiración.

Después del maravilloso y trágico desfile de los innúmeros profetas en la historia en el pueblo electo, es que nos adentramos en el Nuevo Testamento y contemplamos, extasiados, a Nuestro Señor Jesucristo, el Profeta por excelencia. Viene Él a anunciar la Buena Nueva e indicar «el Camino, la Verdad y la Vida», o sea, a Él mismo. En la misma línea, y en un grado sin medidas, deberían sus contemporáneos tener la única postura digna en relación a tal Varón: la adoración.

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Profeta Isaias, de Lipp Vanni

Y en nuestros días, querido lector, ¿dónde encontraremos quien sea para nosotros portavoz de la voluntad divina, como eran los profetas antes del nacimiento del Mesías, o Él mismo durante su venida a la tierra? ¿En quién nos apoyamos en la búsqueda de Dios, a quién admirar y seguir?

Una luz se desprende del Evangelio de San Mateo, en el 14° Domingo del Tiempo Común. En este, el evangelista nos narra la predicación de Jesús en Nazaret, donde viviera cerca de treinta años, y el rechazo de sus coterráneos, llevando al Mesías a decir: «Un profeta solo no es estimado en su patria, entre sus parientes y familiares» (Mt 6, 4).

Comentando este Evangelio de San Mateo, dice Mons. João S. Clá Dias, EP:

«Nos enseña la doctrina católica que, por el Bautismo, todos participamos ‘del sacerdocio de Cristo, de su misión profética y regia’. De esta forma, como bautizados, somos profetas delante de la sociedad, pues debemos, por el ejemplo de vida, testimoniar la verdadera Fe, indicando el camino para la salvación eterna y, si necesario, alertando contra los errores».¹

Y agrega el Fundador de los Heraldos: «Si esto se aplica a todo el fiel, a fortiori el sacerdote, que habla del púlpito recordando las verdades eternas, ejerce la misión profética».²

Por este admirable sacramento, recibimos la presencia de la Santísima Trinidad en nosotros, tornándonos templos del Espíritu Santo, que es la Voz de los Profetas, como nos dice la oración del Credo, en su versión niceno-constantinopolitana: «Creo en el Espíritu Santo, […] Él que habló por los profetas». En verdad, es este mismo Espíritu Paráclito quien guía, enseña y gobierna la Iglesia a través del profetismo y de sus fieles ministros.

«Somos profetas»

Esta afirmación podría causarnos sorpresa: «somos profetas». Entretanto, tenemos realmente una «misión profética». Es lo que nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «El Bautismo nos hace miembros del Cuerpo de Cristo. […] ‘Fuimos todos bautizados en un solo Espíritu para ser un solo cuerpo’ (1Cor 12,13).

Los bautizados se tornaron ‘piedras vivas’ para la ‘construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo’ (1Pd 2, 5). Por el Bautismo, […] sois la raza electa, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo de su particular propiedad, a fin de que proclaméis las excelencias de aquel que os llamó de las tinieblas para una luz maravillosa’ (1Pd 2, 9). El Bautismo hace participar del sacerdocio común de los fieles».³

Y, como consecuencia de esta participación en el sacerdocio de Cristo, tenemos una responsabilidad: «Tornados hijos de Dios por la regeneración [bautismal], (los bautizados) son obligados a profesar delante de los hombres la fe que por la Iglesia recibieron de Dios’, y a participar de la actividad apostólica y misionera del pueblo de Dios».4

¿Cómo se da esta participación? «El sello bautismal capacita y compromete a los cristianos a servir a Dios en una participación viva en la sagrada liturgia de la Iglesia y a ejercer su sacerdocio bautismal por el testimonio de una vida santa y de una caridad eficaz».5

Es justamente aquí, querido lector, que encontramos respuesta para nuestra indagación inicial. ¿Quién será para nosotros un auxiliar y un apoyo en el cumplir la voluntad de Dios – como lo fueron los profetas para los hebreos antes de Nuestro Señor?

Todos los bautizados tienen esta misión; y la ejercerán cada cual conforme los designios de Dios, su correspondencia al llamado de ser católico y en la medida en que viva la fe con obras de santidad.

Pero para que este testimonio de vida católica se efectúe, es preciso de nuestra parte algo que faltó a los nazarenos y los hizo rechazar el divino Salvador: admiración. Así:

«Si no somos cuidadosos en combatir la tendencia al egoísmo y a la mediocridad [opuestos a la admiración], tendremos dificultad en admitir y admirar los valores ajenos. Por eso debemos ejercitarnos en la virtud del desprendimiento de nosotros mismos. Y el mejor medio para tal consiste en siempre reconocer los puntos por los cuales el prójimo es superior a nosotros, deseando admirarlo y estimularlo. La admiración debe ser para nosotros un hábito permanente. Y si notamos en nosotros alguna superioridad real, debemos sin jamás vanagloriarnos, utilizarla para ayudar a los demás. Es la invitación siempre actual a la virtud de la humildade».6

Es por esta vía de la admiración y del amor recíproco, brillando por la influencia del buen ejemplo, que seremos profetas en la sociedad, indicando el Camino para la unión perfecta con Dios Nuestro Señor y la felicidad eterna. Entretanto, si ante tan alta meta nos sentimos débiles e incapaces, ¡no desanimemos! Estemos unidos con confianza en las alas de aquella Madre que es el Auxilio de los Cristianos y, a justo título, la Reina de los Profetas que, «Como el águila, revoloteando sobre el nido, incita a sus hijitos a volar» (Deut 32,11). 7
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¹ Mons. João S. Clá Dias, EP. Admirar, essa alegria! In: O inédito sobre os Evangelhos. v. IV – Ano B – Domingos do Tempo Comum, Coedição internacional de Città del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, São Paulo: Instituto Lumen Sapientiae, 2014, p. 208.
² Mons. João S. Clá Dias, EP. Idem, p. 208-209.
³ Catecismo da Igreja Católica. Incorporados à Igreja, Corpo de Cristo. Tópicos n. 1267 e 1268. 11ª. edição. São Paulo: Loyola, 2001, p. 352.
4 Catecismo da Igreja Católica, Tópico 1270, p. 352.
5 Catecismo da Igreja Católica, Tópico 1273, p. 353
6 Mons. João S. Clá Dias, EP. Admirar, essa alegria! Idem, p. 219.
7 http://www.liturgiadashoras.org/quaresma/2sabadoquaresma_laudes.htm

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