La admiración por algo más elevado me acerca al cielo; y la admiración por mí mismo me acerca al infierno.
Redacción (02/07/2021 16:35, Gaudium Press) Cuando Nuestro Señor Jesucristo fue a anunciar la salvación a familiares y conocidos, estos no creyeron. Vemos en esto cuán terrible es la tendencia de la naturaleza humana a juzgar las cosas por las apariencias y no aceptar lo superior.
Esta ceguera espiritual es el resultado de la mediocridad. La persona mediocre nunca reconoce valores que no le conciernen; es archiegoísta. Y todo egoísta es mediocre, porque son defectos recíprocos e inseparables. La mediocridad hace que una persona no quiera prestar atención a nada superior. Y luego buscar denigrar.
Por eso, para humillarlo, los nazarenos llaman a Jesús “el carpintero”. No hay ninguna referencia a San José, ya que, según algunos comentaristas, ya debería haber muerto.
La admiración justifica
La historia del comienzo de la Iglesia hubiera sido muy diferente si los nazarenos hubieran admirado y seguido a Nuestro Señor. Santo Tomás destaca el papel de la admiración y el amor cuando afirma que quien, aunque no esté bautizado, lleve su vida según su verdadero fin, amando el bien honesto más que a sí mismo, obtiene por la gracia la remisión del pecado original.
Entonces podríamos invertir la afirmación del doctor Angelico y decir que cuando una persona se ama a sí misma más que a un bien, se vuelve mediocre y egoísta y, por tanto, se abre a todas las formas de maldad, volviéndose ciego a Dios.
Así como quien ama un bien superior más que a sí mismo está unido a Dios, quien se ama a sí mismo por encima de todas las cosas y más que a Dios, está atado al diablo.
Por tanto, en este sentido, el límite que separa el cielo del infierno lo traza una palabra: admiración. La admiración por algo de más elevado me acerca al cielo; y la admiración a mí mismo me acerca al infierno.
Medicina contra la mediocridad
Si no tenemos cuidado de combatir la tendencia al egoísmo y la mediocridad, tendremos dificultades para admitir y admirar los valores de los demás. Por tanto, debemos ejercitarnos en la virtud del desapego de nosotros mismos.
Y la mejor forma de hacerlo es siempre reconociendo los puntos por los que otros son superiores a nosotros, deseando admirarlos y animarlos.
La admiración debe ser un hábito permanente para nosotros. Y si notamos alguna superioridad real en nosotros mismos, debemos, sin jactarnos nunca, usarla para ayudar a los demás. Es la siempre presente invitación a la virtud de la humildad.
Muy apropiadamente, la Iglesia dice: “Oh Dios, que por la humillación de tu Hijo reerguiste al mundo caído…”. Así como Dios actuó con el mundo, nosotros debemos actuar con todos los que son inferiores a nosotros de alguna manera. Cristo se tomó de compasión por la humanidad y, teniendo siempre su alma en la Visión Beatífica, tomó una carne sufriente por amor a los hombres.
El plan de Dios con el instinto de sociabilidad
Este es el gran plan de Dios para la sociedad humana: al crear hombres con tan arraigado instinto de sociabilidad, pretendía brindarles la posibilidad de ayudarse unos a otros, en la mutua admiración por los dones recibidos, de tal manera que, superando las comparaciones y envidia, cada uno culmine en el deseo de servir y alabar lo superior.
De estas verdades brota una consecuencia importante: el perdón, fruto de la caridad. Si alguien nos ofende, un perdón multiplicado por perdón debe brotar inmediatamente del fondo de nuestro corazón.
Actuando de esta manera, contribuiremos a tener una sociedad en la que todos se perdonen, ya que constantemente quieren elevar a los demás.
Esta es una de las formas más sabias de practicar el amor de Dios en relación con nuestro prójimo: querer que él sea cada vez más elevado en virtud y ofrecer nuestra admiración y alabanza a sus cualidades.
Una sociedad construida sobre este principio eliminaría tantos horrores que abundan hoy en día, y sería la más feliz que puede existir en este valle de lágrimas al unir a todos por el amor de Dios.
Cuando esta sociedad se haga realidad, bien podría llamarse Reino de María, ya que estará impregnada de la bondad del Corazón Sapiencial e Inmaculado de la Madre de Dios.
Reino en el que la Santísima Virgen comunicará a todos una participación en el supremo instinto maternal que Ella tiene para cada uno de nosotros. Y entonces entenderemos plenamente lo que Ella misma dijo en Fátima: “¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!”.
Por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP.
Texto extraído, con adaptaciones, de Revista Arautos do Evangelho n. 127, julio de 2012.
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