¿Ser fariseo consiste en practicar sin ser o ser sin practicar? La liturgia de este XXII Domingo del Tiempo Ordinario nos permite reflexionar sobre la doctrina acerca del verdadero fariseo y algunas de sus características.
Redacción (30/08/2021 11:31, Gaudium Press) La conjugación de la Liturgia de la Palabra, en el XXII Domingo del Tiempo Ordinario (ayer), nos presenta en la primera lectura (cf. Dt 4, 1-2. 6-8) la promulgación de una Ley eterna, a la que nada debe añadirse ni suprimirse: los Diez Mandamientos. En la 2ª lectura, Santiago nos exhorta a ser “practicantes de la palabra y no meros oyentes” (cf. St 1,22). En el evangelio, sin embargo, algo parece contradictorio: los fariseos instan a Nuestro Señor a practicar la ley mosaica. Pero Él, a su vez, los reprende por tal actitud. Ahora bien, ¿cómo explicar esta aparente paradoja?
La respuesta está en las propias palabras de Nuestro Señor: “Bien profetizó Isaías de ustedes, hipócritas, como está escrito: ‘Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me rinden es inútil, ya que las doctrinas que enseñan son preceptos humanos’. Abandonas el mandato de Dios por seguir la tradición de los hombres” (Mc 7, 6-8). Aquí está la descripción del fariseo.
El fariseo no es el que no guarda ninguna ley; sino más bien el que la altera o tergiversa. ¿Cómo? Dejando a un lado el mandamiento de Dios – que está contenido en el decálogo – para seguir la tradición de los hombres, el mundo y la moda.
Por lo tanto, un fariseo nunca negará toda la ley, sino que destacará solo lo que le resulte cómodo, dejando de lado lo que le resulte más penoso. Sabrá cómo cumplir lo que se acerca más fácilmente a los preceptos mundanos y rechazar los mandatos divinos. El fariseo cambia la caridad por la filantropía, la humildad por la pusilanimidad, la religión por el sentimiento, la verdad por el error.
¿Ser o practicar?
Alguien preguntará: Entonces, ¿es el fariseo apenas el que practica lo que no es, interiormente?
¡No! Contesto. El fariseo es también el que quiere serr sin practicar, como dice Santiago en la segunda lectura (cf. St 1, 22, 27).
De hecho, ¿de qué sirve que alguien diga que ama a Dios si hace lo contrario? En este caso, no se amputa la ley sino la naturaleza, ya que el hombre, siendo un ser racional, debe vivir de su pensar y pensar de acuerdo con sus obras; de lo contrario, se engañará a sí mismo y a los demás. De un corazón que ama a Dios no pueden salir “malas intenciones, inmoralidades, robos, asesinatos, adulterios, ambiciones irracionales, malicias, fraudes, libertinaje, envidia, calumnias, soberbia, falta de juicio” (Mc 7, 22-23). A menudo es lo exterior el que revela el interior.
Por eso, la liturgia de ayer nos exhorta a ser los verdaderos hijos del Padre de la Luz, escuchando y viviendo la palabra de Dios en cada día de nuestra vida, para que, al final de esta trayectoria terrena, merezcamos vivir en su Santo Monte del cielo.
Por Thiago Resende
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