martes, 26 de noviembre de 2024
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Santo Tomás Moro y San Juan Fisher

Hoy también la Iglesia celebra la memoria de San Juan Fisher y Santo Tomás Moro, ambos martirizados en Inglaterra por negarse a unirse a la revuelta de Enrique VIII contra el Papado.

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Redacción (22/06/2022 16:13, Gaudium Press) Tomás Moro nació en Londres en 1478. Muchacho muy inteligente, siguió la carrera de su padre que era magistrado, y muy joven, con tan solo 22 años, se doctoró en Derecho. Cuando comenzaron sus dudas sobre qué vocación le tenía destinada Dios, su gran sensibilidad religiosa le llevó a conocer la vida comunitaria de algunas órdenes de la Iglesia Católica, pasando un tiempo con los cartujos de Londres y más tarde con los franciscanos de Greenwich. Pero, después de largas meditaciones, llegó a la conclusión de que debía elegir el camino matrimonial.

Fue un excelente esposo, un padre ejemplar y un fiel amigo de quienes se ganaron su confianza. Practicaba mucho la oración común en familia, participando diariamente en la Santa Misa, recibiendo la Sagrada Comunión y confesándose con frecuencia. Pero las austeras penitencias que abrazó, solo sus parientes más cercanos las sabían.

En 1504, durante el reinado de Enrique VII, fue elegido por primera vez al Parlamento, lo que marcó el comienzo de una brillante carrera como hombre público. Ya en el reinado de Enrique VIII, se convirtió en miembro del Consejo de la Corona, juez presidente de un importante tribunal, vicetesorero y caballero, hasta convertirse en presidente de la Cámara de los Comunes. Finalmente, por su inquebrantable integridad moral, astucia de pensamiento, carácter fiel y extraordinaria erudición, fue nombrado Canciller del Reino en 1529, en un momento de crisis política y económica del país.

Perseguido por el rey

Pero la gran prueba de un hombre tan brillante aún estaba por llegar.

Cuando Enrique VIII quiso tomar el control de la Iglesia en Inglaterra, rechazando los preceptos católicos y especialmente la autoridad del Sumo Pontífice, su Canciller no lo apoyó y renunció. Tomás Moro fue entonces perseguido por el rey, quien confiscó todas sus posesiones, buscando obligarlo a prevaricar de su fe a través de diversas formas de presión psicológica.

Al notar la firmeza inquebrantable con que este hombre no aceptaba sus imposiciones, el rey lo hizo encarcelar en la Torre de Londres.

Allí, el ex Canciller sufrió durante un largo período. Cuando su hija lo visitó por última vez en prisión, le señaló a cuatro monjes cartujos que vio a través de los barrotes, que serían martirizados por haberse negado igualmente a aceptar los errores del monarca tirano: “Mira qué felices están de ofrecer su vida por Jesucristo. ¡Quizás, incluso a mí, Dios me conceda el valor de ofrecer mi vida por su santa religión!”

Dios le concedió sus deseos y, en la madrugada del 6 de julio de 1535, fue decapitado por negarse a jurar fidelidad a la nueva religión impuesta en su país.

Murió recitando el Salmo 50: “Ten misericordia de mí, oh Dios, conforme a tu gran misericordia”.

San Juan Fisher

San Juan Fisher había sido capellán de la madre de Enrique VII y canciller de la Universidad de Cambridge antes de ser nombrado obispo de Rochester.

Se opuso al divorcio de Enrique VIII y Catalina de Aragón, así como a la constitución de la Iglesia Anglicana. Habiéndose negado a prestar el juramento exigido por el rey a los obispos ingleses, fue arrestado y encarcelado en la Torre de Londres.

Durante su encierro, en mayo de 1535, fue nombrado cardenal por el Sumo Pontífice Pablo III.

San Juan Fischer fue condenado a muerte por torturas, pero la pena fue conmutada por la decapitación, debido a su pésima salud.

Inquebrantable en la Fe y en la defensa de la Verdad, San Juan Fisher llegó a su último momento en la cárcel con placidez y esperanza en la bondad divina. Sin embargo, antes de recibir el golpe del verdugo, desconfió de sus propias fuerzas y pidió las oraciones de quienes presenciaron su muerte, para no desfallecer y ceder en el último momento.

(Texto extraído, con adaptaciones, de la Revista Arautos do Evangelho n.10, octubre 2002; y Revista Dr. Plinio n. 123, junio de 2008).

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