Ser ricos a los ojos de Dios más que a los ojos de los hombres: esta es la invitación que nos hace la Liturgia del 18º Domingo del Tiempo Ordinario.
Redacción (01/08/2022 11:15, Gaudium Press) “Vanidad de vanidades, dice el Eclesiastés, todo es vanidad…” (Ecl 1,2) “La vida humana es sufrimiento; su ocupación, un tormento. Ni siquiera de noche descansa tu corazón. También esto es vanidad” (Ecl 1,2; 2,23).
¿De qué valen, pues, las cosas, si todo es vanidad? ¿No es esto una exageración por parte del autor sagrado? “Ciertamente” – ¡muchos responderían! Pero, ¿quién inspiró esta obra? Si fue el Divino Espíritu Santo, ¿por qué tanto (supuesto) pesimismo? La liturgia del domingo 18 nos responderá.
Aspirar a las cosas celestiales
Todo en esta vida tiene su curso y su tiempo: crecimiento, fortalecimiento, vigor, que pronto se desgasta y deteriora, comenzando a marchitarse. Así sucede con la hierba verde, como canta el salmo:
“Son como la hierba verde en los campos: por la mañana florece, pero por la tarde se corta y luego se seca” (Sal 89).
Lo mismo ocurre con los hombres, porque “pasan como el sueño de la mañana” (Sal 89). Su vida se marchita como la hierba verde; pronto se disuelve. ¿Y de qué le sirvieron sus días y su preocupación por los bienes de este mundo?
Para comprender mejor al Eclesiastés, podríamos modificar la pregunta anterior: ¿qué valen las cosas terrenales en comparación con las celestiales? Si alguien se acostumbra a caminar toda una existencia poniendo las cosas humanas y terrenales por encima del Cielo, ¡sus acciones no son más que pura vanidad! El gran Apóstol de los gentiles, San Pablo, apela en su carta a los Colosenses:
“Aspirad a las cosas celestiales y no a las cosas terrenales. Porque estás muerto, y tu vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3, 2-3).
¿Qué debe morir en nosotros?
“Haced morir lo que es de la tierra: fornicación, impureza, pasiones, malos deseos y avaricia, que es idolatría” (Col 3, 5).
Y tantos otros males que existen en nuestro siglo… Es necesario despojarse del hombre viejo, es decir, del pecado, y revestirse del hombre nuevo (cf. Col 3,9-10), como Jesús.
La herencia eterna
El Evangelio de ayer presenta una parábola narrada por el Divino Maestro, con motivo de un llamamiento hecho por alguien en medio de la multitud:
“Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia” (Lc 12,13).
¡¿Cuántos no estarían dispuestos a sufrir mil sacrificios para tener contacto con Nuestro Señor, verlo, intercambiar unas palabras con Él y hacerle un pedido?! ¡Sin embargo, éste, que tuvo la oportunidad de rogarle que lo llevara al camino que conduce a las moradas celestiales, viene y le pide la adquisición de bienes terrenales que se pierden como las hierbas del campo!
Pero Jesús, rico en Misericordia, quiere abrirle los ojos. Cuenta la historia de un hombre que compró una gran cantidad de alimentos para su tierra, donde podía guardar sus pertenencias. Para que pudiera disfrutar y disfrutar de su vida durante muchos años más. Sin embargo, he aquí, Dios le dice:
«¡Loco! Aun esta noche, te pedirán que te devuelvas la vida. ¿Y para quién será lo que has acumulado? Así sucede con los que acumulan tesoros para sí mismos, pero no son ricos a los ojos de Dios” (Lc 12, 20-21).
¡Pobre hombre! Él, que vino a pedir el dominio de los bienes terrenales, recibió a cambio la invitación de tomar posesión de una herencia eterna. ¿Habrá aceptado? No sabemos.
Nos queda orar por nuestra fidelidad, para ser fieles a esta invitación que el Buen Jesús nos hace hoy, de ser ricos a sus ojos, más que a los ojos de los hombres.
Por Guillermo Motta
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