martes, 26 de noviembre de 2024
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La vigilancia, un deber de todo católico

La Liturgia de este 19º Domingo del Tiempo Ordinario nos invita a la virtud de la vigilancia. Es nuestro deber guardar y proteger la vida de la gracia en nuestras almas. Pero hoy nuestro Señor nos invita no sólo a velar por nosotros mismos; también quiere que nos preocupemos por la Santa Iglesia.

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Redacción (08/08/2022 09:54, Gaudium Press) Santa Teresa de Ávila definió muy bien nuestro paso por esta Tierra: Es como “una noche en una mala posada”. Cualquiera que haya tenido la desgracia de pasar por una situación así puede dar fe de que si hay algo que reina allí es la inseguridad. No sabemos si al entrar en nuestra habitación nos encontraremos con algún animal venenoso; si llueve por la noche, es seguro que el agua entrará por los agujeros del techo; si algún desafortunado ladrón encuentra allí algo que justifique un robo, no necesitará esforzarse mucho para llevarse todo lo que quiera.

Esta misma inestabilidad es el común denominador de la vida de todo hombre. ¿Quién, después de todo, puede estar completamente seguro de su futuro? En todo momento estamos expuestos a agresiones, accidentes, enfermedades, en definitiva, a todo tipo de desgracias.

Acumula tesoros en el cielo

Todo esto nos hace pensar: ¿realmente vale la pena poner todo nuestro esfuerzo en las cosas de este mundo? Si, por casualidad, conseguimos llegar al final de nuestra existencia con una salud robusta, sin desastres económicos, sin guerras nucleares, algún día tendremos que pasar a la eternidad. Y es que, como dice el refrán, “los ataúdes no tienen cajones”. Todo lo que reunimos en nuestra existencia se queda en esta tierra, mientras nuestra alma pasa a la eternidad.

No tomamos nada de esta vida sino la vida que vivimos”, dijo un famoso escritor. La frase es ingeniosa, pero completamente real. Si, pues, queremos estar seguros de nuestros bienes, debemos guardarlos donde no haya peligro de que se pierdan:

Haced bolsas que no se echen a perder, un tesoro en el cielo que no se agote; allí no llega el ladrón ni la polilla corroe. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Lc 12, 33-34).

Nuestro Señor insiste en señalar el contraste entre las cosas materiales y las espirituales. Las primeras son transitorias, inciertas y precarias, mientras que las segundas son estables, seguras y eternas.

Los bienes que acumulamos en el cielo están en plena seguridad. Están guardados como en una caja fuerte blindada y cerrados con mil llaves, en un lugar que nadie conoce, y las llaves están en nuestras propias manos.

Sí, en nuestras manos. Pero ahí está el problema… ¡O la solución!

Estas llaves son el estado de gracia. Que nunca lo dejemos, porque esto nos haría perder, en un solo momento, todo el tesoro que hemos acumulado con miras al Cielo.

No sabes el día ni la hora

¡Tú también, prepárate! Porque el Hijo del Hombre vendrá cuando menos lo esperéis” (Lc 12,40).

El tiempo de nuestra partida para la eternidad ha sido fijado por Dios desde siempre; como dice el refrán, “nadie muere el día anterior”.

Sin embargo, es muy raro que se conozca el momento exacto de la muerte. De hecho, no podía ser de otra manera, porque, de lo contrario, ¿cuántos hombres no llevarían una vida viciosa sólo para “convertirse” en el último momento?

Es un acto de suprema bondad de parte de Dios ocultarnos la hora de nuestra muerte, pues debemos estar siempre preparados. Si antes de consentir en un pecado pensáramos: “¿Y si me muriera ahora?”, ciertamente sería muy difícil que ofendiéramos a Dios. Debemos velar continuamente por el bien de nuestras almas, sabiendo que podemos comparecer ante la corte divina en cualquier momento.

En este sentido, es muy relevante un comentario de Santa Teresita: “Os dedicáis demasiado a vuestras ocupaciones; tus tareas te preocupan demasiado. Leí hace mucho tiempo que los israelitas construyeron los muros de Jerusalén trabajando con una mano y sosteniendo una espada en la otra. He aquí una imagen de lo que debemos hacer: trabajar con una sola mano, reservando la otra para defender nuestra alma de los peligros que impiden la unión con Dios” [1].

Es el equilibrio perfecto: de ninguna manera debemos abandonar nuestras tareas y obligaciones; pero, aun ocupados en las actividades más importantes, nunca podemos descuidar la salud de nuestras almas.

Cuidemos también a la Iglesia

Pero la perfección no consiste en preocuparse sólo por uno mismo. El comentario antes mencionado de Santa Teresita también se aplica enteramente a nuestra relación con la Iglesia.

En todo momento sufre ataques violentos. En estas circunstancias trágicas y graves, debemos hacer buenas obras con una mano, mientras que la otra se ocupa en difundir la sana doctrina y las buenas costumbres.

En esta defensa cada uno tiene su papel; y tendremos mayor o menor obligación y responsabilidad según nuestro estado. Esto es lo que dice el Evangelio de hoy:

A quien mucho se le ha dado, mucho se le pedirá; a quien mucho se le ha confiado, mucho más se le demandará” (Lc 12,48).

Lo que es seguro es esto: cualquiera que sea nuestra posición, un día seremos responsables.

En todo momento sufre ataques violentos. En estas circunstancias trágicas y graves, debemos hacer buenas obras con una mano, mientras que la otra se ocupa en difundir la sana doctrina y las buenas costumbres.

En esta defensa cada uno tiene su papel; y tendremos mayor o menor obligación y responsabilidad según nuestro estado. Esto es lo que dice el Evangelio de hoy:

“A quien mucho se le ha dado, mucho se le pedirá; a quien mucho se le ha confiado, mucho más se le demandará” (Lc 12,48).

Lo que es seguro es esto: cualquiera que sea nuestra posición, un día seremos responsables.

¡Ojalá hubiéramos sido vigilantes y por lo tanto fieles!

Por Lucas Rezende

[1] SANTA TERESA DE LISIEUX. Conseils et souvenirs. Lisieux: Office central de Lisieux, 1954, p.74.

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