martes, 26 de noviembre de 2024
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Orgullo o humildad, ¿opción preferencial?

En la liturgia de hoy, Nuestro Señor nos demuestra cómo el vicio del orgullo es dañino tanto en la teoría como en la práctica.

R236 D EVA Jesus com os Apostolos

Redacción (28/08/2022 13:17, Gaudium Press) Los Evangelios son un verdadero tesoro de la Iglesia. Ni siquiera dos mil años fueron suficientes para agotar toda la riqueza del comentario sobre cada gesto o palabra de Nuestro Señor. Sus parábolas, dichos y enseñanzas se aplican a todas las personas y todos los tiempos.

Pero si fuera necesario llevar a cabo la difícil tarea de predicar un sermón a toda la humanidad reunida, desde Adán hasta el último hombre, ¡se necesitaría una iglesia muy grande! – y si quisiéramos involucrar a todos, el Evangelio de hoy parece ideal.

En efecto, la liturgia de este 22º domingo del tiempo ordinario trata un tema del que no queda excluido ningún hombre ni mujer, de ninguna edad.

No tomes el primer lugar”

San Lucas nos cuenta en el Evangelio recogido por la liturgia de hoy que Nuestro Señor fue invitado a comer a casa de uno de los principales recaudadores de impuestos. Habiendo observado que muchos elegían los primeros lugares, dijo: “Cuando seáis invitados a un banquete de bodas, no toméis el primer lugar” (Lc 14, 8). El Divino Maestro transmitió esta enseñanza por una razón muy práctica: si alguien más importante hubiera sido invitado, deberíamos darle nuestro lugar e ir a ocupar el último. Que vergüenza…

Santa Teresa solía decir que la humildad es la verdad. Cualquiera que acepte tal definición debe concluir que el orgullo es una mentira. Sin embargo, si alguien no está de acuerdo con esta verdad, basta con recurrir a la experiencia práctica: en general, por no decir siempre, los orgullosos se sienten halagados por las cualidades que no tienen. En el ejemplo del Evangelio: quien es invitado a una fiesta y sabe que el anfitrión lo hará tomar el primer lugar ni siquiera se preocupa. Ahora bien, el que no esté tan convencido de su amistad con el dueño del banquete y de su posición ante los demás, este es el que con arrogancia se sentará en primer lugar.

El jactancioso, buscando honores que no merece, sólo acumula humillaciones, como dice San Cirilo: “Elevarse pronto a honores que no merecemos, denota que somos temerarios y hace nuestras acciones dignas de reproche”[1].

El humilde siempre es bien estimado

Además, como afirma la segunda lectura de hoy, Dios es glorificado por los humildes (cf. Sir 3,21). El humilde goza de la protección de Dios y es muy estimado por Él, porque el Creador ama la humildad. Quien se vacía está dispuesto a ser “lleno” de Dios; por el contrario, quien está lleno de sí mismo no deja lugar para Dios.

Además, la compañía de los orgullosos es insoportable, nadie estima el alma vanidosa. Imagínate al lector teniendo la desgracia de soportar, por un día, o incluso una hora, a alguien que sólo sabe hablar de sí mismo, que busca continuamente aparecer y humillar a los demás. ¡Quizás no haya peor martirio! Es muy diferente vivir con los humildes: suaviza el ambiente, descansa y da alegría, porque quien sólo se preocupa de servir a Dios en aquellos con quienes se relaciona, éstos serán ciertamente motivo de satisfacción y contento para los demás.

Humildad: virtud pacificadora

Un síntoma muy característico del orgullo es la inquietud, la perturbación. Como el orgulloso busca presentarse ante el mundo con “cualidades” que no posee -lo sabe bien- la agitación se apodera de su alma; vive angustiado. Es como, por ejemplo, alguien que tiene una oreja postiza: naturalmente, estará preocupado de que los demás no se den cuenta de su defecto corporal. Así es el hombre orgulloso: continuamente teme ser descubierto, teme que los demás se den cuenta de que no es todo lo que parece ser. Una vez más, demuestra cuán vano y vergonzoso es este vicio, cuán mentira.

En el alma del humilde, por el contrario, hay un trono en el que reposa la paz, la misma paz que se canta en el salmo de hoy: “Los justos se regocijan en la presencia del Señor, se alegran y gritan de júbilo” ( Sal 67, 4). Los humildes nada temen. No tiene máscaras, no le importa lo que los demás piensen de él. Se reconoce pecador y sabe que todas las humillaciones que ha sufrido son un medio de expiación de sus propias faltas.

Los humildes son felices, gozosos y viven en paz, porque sólo les importa la gloria de Dios.

Pidámosle a Nuestra Señora la gracia de participar de su humildad, para que no sólo ocupemos los primeros lugares en el banquete del reino de los cielos, sino que tengamos la inefable dicha de sentarnos a su lado por toda la eternidad.

Por Lucas Rezende

[1] SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, apud SAN TOMÁS DE Aquino. Catena Áurea. En Lucam, c. XIV, v. 7-11.

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