San Bruno de Colonia, o San Bruno de Calabria, ya se verá por qué, inició su vida con todo el brillo de quien tiene todos los dones, alrededor del año 1030.
Redacción (06/10/2022 07:48, Gaudium Press) San Bruno de Colonia, o San Bruno de Calabria (ya se verá por qué), inició su vida con todo el brillo de quien tiene todos los dones, alrededor del año 1030.
Siendo todavía chico fue a Reims, a completar estudios, atraído por la fama del director de la escuela episcopal, Heriman.
Tras obtener siempre el primer puesto en todos los cursos, apenas graduado, lo hacen profesor, y como profesor adquiere fama. Pero este hombre, ya virtuoso, no se deja encandilar por la fama.
Detestando la corrupción de su época, especialmente la simonía o venta de cosas sagradas, horripilándole igualmente la herejía, regresa a Colonia, se hace sacerdote, y se dedica a la evangelización del pueblo.
Regresa a Reims, a altas dignidades
Pero en Reims no olvidaban quien era el que había partido, y entonces el Arzobispo, Gervasio, que quiere reformar su diócesis, lo llama, lo vuelve a su cátedra de profesor, lo hace canciller de la diócesis, director de estudios. Como maestro formó dos santos, San Hugo, obispo de Grenoble, y el Beato Urbano II, quien predicó las cruzadas.
Desde sus elevados cargos en Reims, ilumina con su virtud al pueblo, al clero. Predica el amor a la virtud, el horror al pecado, que es el pasaporte al infierno.
Y un día muere su protector, y es elegido un nuevo obispo, Manasés, que alcanza el arzobispado con intrigas y triquiñuelas, y cuya vida es un escándalo. San Bruno se levanta contra esos escándalos, apela al legado del Papa, hace que se reúna un concilio en Autun, el cual condena a Manasés que es obligado a dejar el cargo, y muere en el olvido.
Cuando cumple 40 años, Bruno decide abandonar su “carrera” eclesiástica y termina dirigiéndose a Grenoble, la ciudad donde regía como obispo su antiguo alumno Hugo, junto a 6 compañeros.
Durante el camino, recostándose sobre un pilar, tuvo un sueño. Soñó que se le aparecían tres ángeles, que le anunciaban que Dios caminaba a su lado, y que velaría por su obra. Esa misma noche San Hugo obispo fue llevado en sueños a un lugar solitario y agreste que quedaba en la jurisdicción de su diócesis. Y en ese sitio veía cómo se edificaba un templo y del cielo caían 7 estrellas. Era la forma como Dios le avisaba de la llegada de San Bruno y sus 6 compañeros.
Se funda la cartuja
Cuando llegaron, San Hugo les puso un hábito blanco y los llevó al sitio que había visto en la noche: era el desierto de la Cartuja, que daría el nombre a la orden fundada por San Bruno, los cartujos.
La idea de vida de San Bruno para sus monjes era que vivieran en el aislamiento como los primeros eremitas del desierto, pero también con algunas características de vida comunitaria. Sus penitencias y ayunos eran fuertes, sus privaciones no pequeñas, especialmente en materia de comida. Los únicos actos comunitarios eran el rezo de Matines a media noche, la misa, y el rezo de las Vísperas en la tarde. De resto, se dedicaban a labores en sus jardines y huertos, a la oración personal, a trascribir libros antiguos.
Fiel al sueño que había tenido, San Hugo obispo ayudó en la construcción de la iglesia de los cartujos, y colaboró también en la hechura de las habitaciones de madera de los monjes. Y así, en esa vida, los cartujos con San Bruno a la cabeza pasaron los primeros años.
Pero un día el otro de sus discípulos santos lo manda llamar, solo que ya no era discípulo sino Papa. Urbano II le contaba que el emperador Enrique IV había promovido la elección de un antipapa y que estaba provocando un cisma, por lo que requería de su ayuda.
San Bruno, que temía que dejando a sus discípulos solos en la Cartuja la obra se disolviera, cumplió no obstante la orden pontificia. Pero hasta allá fueron los 6, detrás de su maestro, sin el cual se sentirían sin cabeza. Y aunque Urbano II les dio un buen lugar para que se alojaran, y aunque hicieron lo posible para conservar ahí la vida que tenían en la cartuja de Francia, ellos se dieron cuenta que en medio de la bulliciosa y gran Roma no tendrían nunca el recogimiento que su vocación comportaba. Por lo que decidieron regresar a Francia, siempre auxiliados por las cartas enviadas por San Bruno, que se tuvo que quedar en Roma.
Aparece un día San Pedro, para conservar a los cartujos
Se cuenta que un día, en que estos monjes estaban desanimados, se les apareció un anciano que les aclaró todas las dudas, y les dijo que la Virgen velaba por la obra y por cada uno y que Ella sería el sustento de todos sus emprendimientos. Los monjes concluyeron que había sido el propio San Pedro, el enviado del cielo para apuntalar la obra.
Y siempre hubo allí monjes, hasta 1903, año de persecución anticlerical. Pero el gobierno anticlerical pasó, y los monjes regresaron después de la Segunda Guerra Mundial, hasta hoy.
Mientras tanto San Bruno, en Roma, seguía teniendo un fuerte deseo por su vida de aislamiento. Un día el Papa, a pedido del pueblo, quiso hacerlo arzobispo de Reggio Calabria, pero el santo le decía al Papa que lo que ansiaba era la soledad de los hombres para estar en la unión con Dios. Al final el Papa accedió a su deseo, pero solo permitió que el santo no se alejase mucho, sino que estuviera en un lugar solitario cerca de Roma.
Y allí fue, San Bruno, con nuevos discípulos, en el valle de Calabria, donde se fundó la segunda cartuja.
Entonces llevó la vida que deseaba, en oración, contemplación, escribiendo comentarios a libros de la Sagrada Escritura, como los Salmos, o las Epístolas del Ápostol.
Y al final, en compañía de sus hijos espirituales, muere el 6 de octubre de 1101.
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