Quiso entrar al convento dominico como ‘donado’, menos que un hermano lego. Su funeral fue la glorificación de toda su gesta.
Redacción (03/11/2022 09:48, Gaudium Press) Un Santo maravilloso en cuanto candidez, una bella muestra de lo que puede hacer la gracia de Dios en un alma que se abre a su gracia: ese es el Santo que la Iglesia celebra hoy.
Hijo ilegítimo de Juan de Porres, noble español de la orden de Alcántara, y de Ana Velásquez, negra emancipada, nace Martín en diciembre de 1579.
Siendo todavía niño su padre los legitima, también a su hermana Juana, y los lleva a Guayaquil donde ocupaba alto cargo. Después de ser nombrado gobernador de Panamá, Juan devolvió a Martín con su madre, y a la pequeña Juana la dejó con otros parientes.
A los 15 años, pensó el ya piadoso Martín en entrar en un convento. Y así lo hizo, en el de Nuestra Señora del Rosario de los dominicos, en calidad de ‘donado’, es decir de siervo, realizando los oficios de los siervos.
Pero al enterarse su padre del bajo rango dado a su hijo en la orden dominica, pidió a los superiores que lo recibiesen por lo menos en calidad de hermano lego, lo que iba contra las constituciones de la época, que no permitían recibir en la comunidad a personas de color. Al ser preguntado Martín qué quería, dijo que estaba contento en el estado en que se hallaba, y eso zanjó la cuestión.
Fue encargado de la enfermería, por los conocimientos que había adquirido cuando era aprendiz en la botica de Mateo Pastor. Allí sufrió más de una humillación, que soportó con paciencia cristiana.
Su virtud hizo que fueran los propios superiores quienes quisieran hacerlo hermano lego, y así quedó ligado a la comunidad dominica por los votos de pobreza, obediencia y castidad.
El tiempo parecía extenderse para los oficios de Martín. Además de ser el enfermero, barría todo el convento, cuidaba de la lavandería, cortaba los cabellos de los 200 frailes que habitaban la casa, era el campanero, y además hacía de 6 a 8 horas diarias de oración.
Fenómenos místicos
Los fenómenos de orden mística comenzaron a poblar la vida de Fray Martín. Atravesaba puertas cerradas y paredes, cuando sabía que su presencia era requerida en un lugar.
En una huerta cultivaba plantas que usaba después en sus medicinas. Decía: “Yo te medico, Dios te cura”, y se operaban verdaderos prodigios. Pero a veces las curaciones se operaban con un poco de vino, con unas cuerdas que amarraban unas piernas quebradas. Quedaba claro que no eran los instrumentos, era el santo.
Un día visitaba Lima el obispo de La Paz, enfermo, que pidió ser visitado por Fray Martín. Efectivamente, el santo tocó su mano en su pecho, y lo libró de una enfermedad que lo hubiese llevado a la tumba.
Tenía tambien el don de la bilocación, era visto a la misma hora en lugares diversos, incluso en países diferentes. Llegó a operar una resurrección. No se puede dejar de recordar el famoso hecho de cuando estando fuera del convento con otros dos hermanos, se les hizo tarde, y tomó a los otros dos de la mano y los llevó en vuelo hasta la casa, adonde llegaron puntuales.
En la enfermería de San Martín de Porres no solo hallaban alivio los frailes sino también muchos enfermos que encontraba en la calle. Pero un día los superiores le prohibieron que atendiera a los contagiosos, y a todo enfermo externo. Por eso, en la casa de su hermana que vivía cerca del convento, preparó unos cuartos para atenderlos.
Caritativo, previsor del futuro, frecuentes éxtasis, enfrentaba al demonio, conversaba con animalitos
Salía a la calle a pedir limosna para los pobres y para los sacerdotes en necesidades. Ya era famoso por su prudencia, y por ello el propio Virrey le pidió que repartiera sus limosnas, 100 pesos mensuales. Los poderosos le pedían consejo.
Conocía cosas del futuro: un día pasaba delante de su convento un hombre que iba a concurrir a un acto pecaminoso. San Martín hizo de la conversa algo de muy interesante y lo entretuvo. Cuando siguió su camino, el hombre supo que la casa adónde se dirigía se había derrumbado, hiriendo gravemente a la mujer que ahí se encontraba.
Con frecuencia entraba en éxtasis. Hacía penitencias corporales, ayunaba con regularidad. Rezaba con fervor el rosario.
El demonio a veces se le manifestaba, lo perseguía, lo hacía rodar a veces por las escaleras; San Martín lo ahuyentaba con la señal de la cruz.
Un hecho ocurrido con ratones en el convento, nos recuerda la candidez de un San Francisco de Asís. Estos animalillos hicieron de la despensa zona arrasada, y dañaban los alimentos. Un día, a un ratón que cayó en una trampa, San Martín le dijo: “Voy a soltarte, pero ve y dile a tus compañeros que no sean molestos ni nocivos al convento; que vayan a la huerta, que yo les llevaré comida todos los días”. Al día siguiente los ratones estaban esperando su merienda en el lugar y hora destinados.
A los 60 años las fuerzas lo fueron abandonando. A su lecho de enfermo acudían desde el Virrey hasta obispos, y mucho pueblo.
Su funeral fue el testimonio de todas unas gentes que agradecían a Dios por haberle dado tan gran don en la persona de San Martín de Porres.
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