El P. Giovanni Sale, SJ, del staff de La Civiltà Cattolica, ha publicado la nota “La Elección de Pío XI y el advenimiento del fascismo en Italia”.
Redacción (10/12/2022 11:45, Gaudium Press) El P. Giovanni Sale, SJ, del staff de La Civiltà Cattolica, cuenta en la última edición de ese informativo hechos bien interesantes, en su artículo titulado “La Elección de Pío XI y el advenimiento del fascismo en Italia”. El motivo de la nota es que justamente en este 2022 se conmemora el centenario de la ascensión del Cardenal Achille Ratti al solio de Pedro.
Recuerda el presbítero jesuita que Pío XI quería que el Partido Popular Italiano (Ppi) representase a los católicos italianos, y no dejaba de recomendar a los católicos laicos que participaran de la vida política, aunque era también su deseo que obispos y sacerdotes no entraran en esas lides.
Estamos en los tiempos del ascenso de Mussolini y del partido fascista al poder, después de la Marcha sobre Roma, por vuelta de 1922. ¿Qué pensaba Pío XI sobre el asunto?
Los fascistas realizaban con frecuencia violencia sobre las asociaciones católicas, pero Mussolini se fue declarando “respetuoso de la religión”, y ‘protector de la Iglesia’, lo que entre tanto, no impedía que en provincia “sus gregarios” continuasen “los asaltos a las sedes de las asociaciones católicas y la violencia privada contra sus miembros”, y otros fascistas se entregaran a gestos blasfemos hacia las “cosas más queridas y sagradas de los católicos”. El ‘respeto’ del fascismo hacia la Iglesia era algo de fachada, hipócrita e instrumental.
El pensamiento de Pío XI sobre el tema fascismo incipiente era recogido más en las conversaciones particulares e indirectamente vía l’Osservatore Romano. Por ejemplo el P. Sale cita una carta del laico milanés Faino al director de La Civiltà Cattolica, donde este dice: “El P. [Agostino] Gemelli, encontrándose a solas con el Santo Padre el mes pasado, le preguntó qué conducta se debe seguir hacia el Gobierno. El Santo Padre respondió: Alabar, no. Oposición abierta no es conveniente, ya que hay muchos intereses que proteger. ¡Ojos abiertos!”. Desde el inicio Pío XI tomo una actitud de precaución. Precaución sin confrontación directa, con un movimiento que se presentaba como la reacción a las agresiones socialistas y comunistas.
Tal vez algunos al interior de la Iglesia tuvieron la esperanza de “corregir, moralizar” y aún de “cristianizar” el fenómeno fascista. Pero órganos como La Civiltà Cattolica, a pesar de que les era pedida prudencia, no podían dejar de registrar las violencias de los fascistas contra católicos y no católicos, a la par que Mussolini iba promoviendo una supuesta política de “vecinanza” y “mano tendida” hacia la Iglesia y ponía al servicio de esa máscara toda su verborrea.
Como Napoléon
“«Pienso –expresaba el nuevo Honorable Mussolini, citando al historiador alemán Theodor Mommsen– que la única idea universal que existe hoy en Roma es la que irradia del Vaticano». Y pensar que unos años antes, desde las columnas del Giornale d’Italia, del cual era director, Mussolini había arremetido ruidosamente contra el Papa, los sacerdotes y el Vaticano, escribiendo que era necesario hacer una limpieza general de religión, «liberar a Italia de esta basura»”, recuerda el P. Sale.
Ciertamente “el nuevo jefe del gobierno esperaba de la Iglesia italiana y de su jerarquía una colaboración activa en este sentido: ella habría debido poner al servicio de la nueva idea nacional, esto es del ‘Estado fascista’, su gran influencia moral sobre el pueblo, aún muy unido a la religión tradicional. En contraprestación, [el fascismo] habría eliminado 50 años de legislación anticlerical, puesta en marcha por pasados gobiernos liberales –preocupados por quitarle a la Iglesia toda influencia sobre la sociedad civil, confinándola al ámbito de lo espiritual, entendido como un hecho privado– y habría favorecido su misión religiosa y social en todas las formas posibles”. Este era el chantaje, esa era la tentación puesta a la Iglesia: Mussolini prometía “la ayuda material, los subsidios materiales para escuelas, iglesias, hospitales u otros, que un poder profano tiene a su disposición”. Sin embargo, dejaba claro que la Iglesia debería dejarle el arreglo de las cuestiones temporales a él y solo a él. Pero a pesar de las palabras, Mussolini seguía ordenando la devastación a los “círculos de la Acción Católica, así como del Ppi y de las cooperativas blancas, y la agresión de sus miembros”.
No obstante, quiso dar la mejor de las apariencias, y apenas llegado al poder, Mussolini “ordenó medidas administrativas a favor de la Iglesia (especialmente en materia económica) y comenzó también pensar en una reforma legislativa general en materia eclesiástica. La jerarquía católica se limitaba, por el momento, a agradecer al nuevo jefe de gobierno y comentar positivamente estas medidas”. Es claro que Mussolini sabía la aún sensible y gran influencia del catolicismo y de la Barca de Pedro en la conciencia popular, y tal como hizo Napoleón en su momento, prefirió “entenderse con ella y tenerla de su propio lado”. Él quería que las masas católicas entraran al fascismo; él sabía que sin un entendimiento con el catolicismo, no pasaría de un partido “medio-pequeño”.
Sin embargo, para este empeño tenía un gran inconveniente: el Ppi, que aún muchos católicos consideraban su partido. Mussolini debía vaciar este partido de su electorado católico.
Para ello, realizó una operación dupla: consiguió que el Ppi abandonase el gobierno y se alinease con los partidos de oposición, entre ellos el socialista. Y también quiso replicar al interior del fascismo la política religiosa del Ppi, reconociendo a la Iglesia privilegios que le habían negado los anteriores gobiernos liberales. El objetivo era conquistar el electorado católico, y si para eso había que venderle el alma al diablo, pues Mussolini lo haría, incluso contra el pensamiento de algunos anti-clericales al interior de su formación.
En contra de lo que dicen ciertos estudiosos, la Santa Sede “buscó mantener una cierta formal equidistancia entre las dos fuerzas políticas”, Ppi y fascismo, “si bien considerase solo a los populares [Ppi] verdaderamente como ‘sus hombres’ ”. Cuando “la batalla política se hizo más violenta, ella lo protegió [al Ppi] –buscando no exponerse mucho– de la violencia fascista, y acogió en las organizaciones católicas una parte de los sindicatos o asociaciones del Ppi destinados a la disolución”.
Al final, el anticatolicismo latente pero muy esencial del fascismo sería evidente, y Pío XI publicaría su encíclica contra el fascismo Non abbiamo bisogno, en 1931. Vendría luego el periodo de la “reconquista católica” de la posguerra, algo que es ya otra historia.
Tentaciones de otrora, tentaciones de ayer, tentaciones de siempre, que la Iglesia guiada por el Espíritu Santo debe rechazar, pues Ella sabe por experiencia que normalmente lo que está embombado por el mundo, la moda del día, no viene de Dios. De Dios viene es la santidad, la unión espiritual con Cristo, algo totalmente ajeno a modas como el fascismo, el comunismo, y todo ese conjunto de ísmos que terminan siendo religiones idolátricas, que prometen el super-hombre alejado de Dios, y que terminan esclavizando al hombre, como Eva y Adán fueron esclavos del demonio, solo redimidos por la sangre de Cristo.
Por Carlos Castro
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