lunes, 25 de noviembre de 2024
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La Natividad del Señor: el comienzo de una eternidad feliz

Es ley de la historia que Dios siempre encuentra una solución superior a sus planes anteriores, cuando estos planes se ven frustrados por la falta de correspondencia de los hombres.

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Redacción (26/12/2022 10:26, Gaudium Press) Las auténticas obras de arte enamoran a sus autores apenas es dado el último retoque. El gran Miguel Ángel fue un ejemplo pintoresco, al contemplar a su famoso Moisés: la escultura se presentó ante sus ojos con tanta realidad humana que le arrancó del corazón la famosa exclamación: “¡Habla! ¿Perché non parli? Sí, solo le faltaba hablar a esa hermosa figura tallada en mármol. Pero para ello hacía falta un arte aún más refinado, el de poder transmitir la propia vida.

Este episodio nos recuerda a otro similar y más antiguo: el insuperable y perfecto muñeco de barro moldeado por Dios. Modelado con absoluta precisión, su Autor se deleitó al contemplarlo y, siendo infinitamente más capaz que Miguel Ángel, con un simple soplo le infundió vida humana: “El Señor formó al hombre del barro de la tierra, e infundió soplo de vida en su narices, y el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gn 2, 7). Y por si fuera poco, para consagrar la omnipotencia de Dios, también determinó la creación de Eva: “Entonces el Señor Dios envió al hombre a un sueño profundo; y mientras dormía, tomó una costilla y cerró su lugar con carne. Y de la costilla que el Señor Dios tomó del hombre, hizo una mujer y se la trajo al hombre” (Gn 2, 21-22).

Sin embargo, nuestros primeros padres pecaron y, como resultado, fueron expulsados ​​del paraíso y condenados a volver al polvo del que procedían. A primera vista, parecería que el plan de Dios se había frustado. Pero Dios escogió una solución divina que superó, sin medida, toda mancha de pecado: la Encarnación de Su propio Hijo.

Comenzó la era de la gracia

A todos los que la recibieron, les dio la capacidad de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creyeron en su nombre. (Jn 1,12)

No hay palabras en el vocabulario humano para ensalzar suficientemente las innumerables y preciosas maravillas que se nos otorgaron en esa Noche Silenciosa. En ese momento sacrosanto, el Divino Niño nos abrió no sólo sus bracitos, sino sobre todo la posibilidad de tener una participación de su naturaleza divina.

Llamamos hijo a alguien cuando tiene la misma naturaleza que el padre. Así, los hijos de los conejos se llaman conejos, y los de los hombres son hombres. Por lo tanto, los hijos de Dios deben ser dioses como Él lo es.

¿Con qué podríamos comparar esta realidad tan alta y este don tan inmenso?

Algunos autores se han basado en ejemplos del reino vegetal para hacernos accesible una cierta idea, aunque laxa, sobre este fenómeno sobrenatural tan rico. Al injertar una rama de naranjo en un granado, las naranjas saldrán con todas sus características propias y, además, tendrán el color y el sabor de la granada. Dios también, por medio de un insuperable injerto de gracia en nosotros, nos eleva a participar de su naturaleza divina.

Este milagro inefable comienza en el Pesebre de Belén. Es el misterio de la Redención: nuestros pecados pueden ser perdonados y, libres de toda culpa, somos reintegrados al orden sobrenatural.

Un hombre de nuestra sangre y de nuestra raza

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14a).

El amor infinito que Dios nos tiene fue llevado a tal extremo que quiso encarnarse de buena gana. Sin embargo, la Encarnación fue sólo el primer paso en su camino de amor por nosotros. Él se convirtió en nuestro compañero de todos los días, el amigo de nuestra existencia. Ese amor, siendo pertinaz, no se conformó y quiso elevarnos a la categoría de hermanos suyos.

¿Y qué hizo para eso?

Dios no moldeó otro muñeco de barro para que se hiciera carne. Si lo hubiera hecho, no tendría nuestra sangre, no sería de nuestra familia, no sería nuestro hermano. Fue concebido por una Mujer, y de Ella nació. Mujer bendita entre todas, Santa e Inmaculada, única y llena de gracia, Virgen y Madre, pero, finalmente, hija de Adán. Por eso Jesús, además de ser el verdadero Hijo de Dios, es también el Hijo del Hombre, de nuestra sangre y de nuestra raza.

Dios se vuelve accesible e imitable

La filosofía nos enseña que no hay nada en nuestra inteligencia que no haya pasado previamente por los sentidos. De ahí una gran dificultad para conocer a Dios. Las mismas parábolas del Divino Maestro buscan envolver las doctrinas en figuras e imágenes, para hacer accesible al espíritu humano la asimilación de un universo de principios éticos, morales y religiosos. El hombre necesita del conocimiento concreto para comprender lo espiritual. Así lo dice la carta a los Hebreos (Hb 1,1-16), que nos revela el gran milagro obrado por la Providencia, en aquella Noche Feliz:

Muchas veces y de muchas maneras habló Dios a nuestros padres en el pasado por medio de los profetas; en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por medio de su Hijo” (Hb 1, 1-2).

Así, todos los innumerables dones que Dios iba a otorgar a la humanidad comenzaron su curso en la Cueva de Belén, traídos por el Niño Dios, cubiertos no sólo por el manto estrellado de la noche, sino también por un velo de misterio. Sufre frío, llora y, sin embargo, es supremamente feliz. Frágil y casi pobre, sin embargo, está redimiendo al mundo entero. Todavía no está en pleno uso de sus sentidos, y se deleita en el disfrute de la visión beatífica. Todo esto porque

Tanto amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

Con la mirada fija en el Niño Jesús, y por intercesión de María y de José, demos gracias por los innumerables beneficios que nos ha descendido e infundido a partir de esa Beata Nox, e imploremos la gracia de la santidad. Así, libres de todo pecado, pasemos no una sola noche, sino una feliz eternidad.

(Tomado, con adaptaciones de: CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos: comentários aos Evangelhos dominicais. Città del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2013, v. 1, p. 112-123).

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