Con el “Informe” también Messori alcanzaría relevancia planetaria. Una sencilla conversación, sin “tapujos”, en la tranquilidad estival de un seminario. Pero que tuvo el efecto de un tsunami. De actualidad total.
Redacción (02/01/2023 12:23, Gaudium Press) Tal vez Ratzinger se consolidó como figura mundial a raíz de una conversación.
El Cardenal Ratzinger había concedido entrevistas, pero no muchas, y siempre era muy concreto. Pero el 15 de agosto de 1984, en pleno verano, el purpurado alemán pasaba unos días de descanso en el seminario de Brixen (o Bressanone), Tirol del Sur, que aunque aún es Italia su cercanía con el mundo germánico ciertamente le traía el solaz de los recuerdos de su tierra.
Los cuartos del seminario que ocupaba los rentaba, “a precio módico”, dinero con el que la diócesis local conseguía algunos ingresos que servían para el sostenimiento de los estudiantes de teología. Pero, nada de lujos; ni siquiera estaba acompañado por su secretario particular.
Ese 15 de agosto no llevaba aún tres años de Prefecto en el principal dicasterio, el de la Doctrina de la Fe, y fue entonces, cuando por unos días “concedió la más extensa y completa de sus escasísimas entrevistas”, que resultó en el “Informe sobre la Fe – Vittorio Messori en conversación con Joseph Ratzinger”.
A continuación, algunos extractos de ese documento –hoy de renovado interés– que no están pensados como un resumen del mismo, pero que sí quieren ser muy fieles a su pensamiento:
“Hoy más que nunca, el Señor nos ha hecho ser conscientemente responsables de que sólo El puede salvar a su Iglesia. Esta es de Cristo, y a El le corresponde proveer. A nosotros se nos pide que trabajemos con todas nuestras fuerzas, sin dar lugar a la angustia, con la serenidad del que sabe que no es más que un siervo inútil, por mucho que haya cumplido hasta el final con su deber. Incluso en esta llamada a nuestra poquedad veo una de las gracias de este período difícil”, dijo Ratzinger a Messori, algo que casi textualmente repetiría cuando saludó al mundo después de ser elegido Pontífice.
Messori nunca había tenido un encuentro con él, y por eso cuenta, no sin cierta sorpresa que “a lo largo de los días que pasamos juntos no me ha parecido descubrir en él nada que justifique esa imagen de dogmático, de férreo Inquisidor Mayor con que quieren algunos etiquetarlo. (…) A su sentido del humor añade otra característica que contrasta también con ese cliché de ‘inquisidor’: su capacidad de escucha, su disponibilidad a dejarse interrumpir por el interlocutor y su rapidez de respuesta a cualquier pregunta con franqueza total, sin importarle que el magnetófono siguiera funcionando”.
Su servicio a la verdad
Condenar la herejía es un servicio a la verdad. Así entendía su ministerio al frente del ex Santo Oficio: “La palabra de la Escritura es actual para la Iglesia de todos los tiempos. Por lo tanto, tiene hoy también actualidad la admonición de la segunda carta de Pedro a que nos guardemos ‘de los falsos profetas y de los falsos maestros que inculcarán perniciosas herejías’ (2,1). El error no es complementario de la verdad. No olvidemos que, para la Iglesia, la fe es un ‘bien común’, una riqueza que pertenece a todos, empezando por los pobres y los más indefensos frente a las tergiversaciones; así que defender la ortodoxia es para la Iglesia una obra social en favor de todos los creyentes”.
En ese momento Ratzinger ya era favorable a un redescubrimiento del Concilio Vaticano II. “El Vaticano II se encuentra hoy bajo una luz crepuscular. La corriente llamada ‘progresista’ lo considera completamente superado desde hace tiempo y, en consecuencia, como un hecho del pasado, carente de significación en nuestro tiempo. Para la parte opuesta, la corriente ‘conservadora’, el Concilio es responsable de la actual decadencia de la Iglesia católica y se le acusa incluso de apostasía con respecto al concilio de Trento y al Vaticano I: hasta tal punto que algunos se han atrevido a pedir su anulación o una revisión tal que equivalga a una anulación”. “Frente a estas dos posiciones contrapuestas hay que dejar bien claro, ante todo, que el Vaticano II se apoya en la misma autoridad que el Vaticano I y que el concilio Tridentino: es decir, el Papa y el colegio de los obispos en comunión con él. En cuanto a los contenidos, es preciso recordar que el Vaticano II se sitúa en rigurosa continuidad con los dos concilios anteriores y recoge literalmente su doctrina en puntos decisivos”, por lo que “Es imposible para un católico tomar Posiciones en favor del Vaticano II y en contra de Trento o del Vaticano I. Quien acepta el Vaticano II, en la expresión clara de su letra y en la clara intencionalidad de su espíritu, afirma al mismo tiempo la ininterrumpida tradición de la Iglesia, en particular los dos concilios precedentes”.
La fuerzas ocultas dentro de la Iglesia y la Revolución Cultural
Sin embargo, “Resulta incontestable que los últimos veinte años han sido decisivamente desfavorables para la Iglesia católica. Los resultados que han seguido al Concilio parecen oponerse cruelmente a las esperanzas de todos, comenzando por las del papa Juan XXIII y, después, las de Pablo VI. Los cristianos son de nuevo minoría, más que en ninguna otra época desde finales de la antigüedad”.
No obstante, “Estoy convencido de que los males que hemos experimentado en estos veinte años no se deben al Concilio ‘verdadero’, sino al hecho de haberse desatado en el interior de la Iglesia ocultas fuerzas agresivas, centrífugas, irresponsables o simplemente ingenuas, de un optimismo fácil, de un énfasis en la modernidad, que ha confundido el progreso técnico actual con un progreso auténtico e integral. Y, en el exterior, al choque con una revolución cultural: la afirmación en Occidente del estamento medio-superior, de la nueva ‘burguesía del terciario’, con su ideología radicalmente liberal de sello individualista, racionalista y hedonista”, afirmaba el Cardenal.
La raíz de la crisis de la Iglesia, según Ratzinger
No negaba pues el purpurado la situación de crisis de la Iglesia. Pero en la base, consideraba el Cardenal que “es que se está perdiendo imperceptiblemente el sentido auténticamente católico de la realidad «Iglesia», sin rechazarlo de una manera expresa. Muchos no creen ya que se trate de una realidad querida por el mismo Señor. Para algunos teólogos, la Iglesia no es más que mera construcción humana, un instrumento creado por nosotros y que, en consecuencia, nosotros mismos podemos reorganizar libremente a tenor de la exigencias del momento”. Sin embargo “Para los católicos —explica— la Iglesia está compuesta por hombres que conforman la dimensión exterior de aquella; pero, detrás de esta dimensión, las estructuras fundamentales son queridas por Dios mismo y, por lo tanto, son intangibles. Detrás de la fachada humana está el misterio de una realidad suprahumana sobre la que no pueden en absoluto intervenir ni el reformador, ni el sociólogo, ni el organizador. Si, por el contrario, la Iglesia se mira únicamente como mera construcción humana, como obra nuestra, también los contenidos de la fe terminan por hacerse arbitrarios”: Es impresionante como este análisis es igual en esencia a las justas críticas que se hacen del llamado Camino sinodal alemán, solo que con casi 50 años de antelación.
En el Capítulo V del Rapporto sulla Fede, Ratzinger profundiza en las “señales de peligro”, como por ejemplo la de que “Gran parte de la teología parece haber olvidado que el sujeto que hace teología no es el estudioso individual, sino la comunidad católica en su conjunto, la Iglesia entera. De este olvido del trabajo teológico como servicio eclesial se sigue un pluralismo teológico que en realidad es, con frecuencia, puro subjetivismo, individualismo que tiene poco que ver con las bases de la tradición común. Parece que ahora el teólogo quiere ser a toda costa ‘creativo’; pero su verdadero cometido es profundizar, ayudar a comprender y a anunciar el depósito común de la fe, no ‘crear’. De otro modo, la fe se desintegra en una serie de escuelas y corrientes a menudo contrapuestas, con grave daño para el desconcertado pueblo de Dios”: otra reflexión, que parecería tener fecha de ayer.
“En esta visión subjetiva de la teología, el dogma es considerado con frecuencia como una jaula intolerable, un atentado a la libertad del investigador. Se ha perdido de vista el hecho de que la definición dogmática es un servicio a la verdad, un don ofrecido a los creyentes por la autoridad querida por Dios. Los dogmas —ha dicho alguien— no son murallas que nos impiden ver, sino, muy al contrario, ventanas abiertas al infinito”, puntualiza en la misma línea.
También, y en muchos ambientes católicos, “El vínculo entre Biblia e Iglesia se ha hecho pedazos. Esta separación se inició en el ámbito protestante, en los tiempos de la Ilustración dieciochesca, y recientemente se ha difundido también entre los investigadores católicos. La interpretación histórico-crítica de la Escritura ha hecho de esta última una realidad independiente de la Iglesia. Ya no se lee la Biblia a partir de la Tradición de la Iglesia y con la Iglesia”. Esa “creatividad” de la nueva Teología, la enemistad a priori con el dogma y el rompimiento entre lectura de la Biblia y Tradición, llevarían necesariamente al cuestionamiento o debilitamiento de muchas verdades de fe.
Reafirmación del “pecado original”
“Si la Providencia me libera un día de mis actuales responsabilidades, quisiera dedicarme precisamente a escribir sobre el «pecado original» y sobre la necesidad de descubrir su realidad auténtica. En efecto, si no se comprende que el hombre se halla en un estado de alienación que no es sólo económica y social (una alienación, por lo tanto, de la que no puede liberarse con sus propias fuerzas), no se alcanza a comprender la necesidad de Cristo redentor. Toda la estructura de la fe se encuentra así amenazada. La incapacidad de comprender y de presentar el «pecado original» es ciertamente uno de los problemas más graves de la teología y de la pastoral actuales”. Según Ratzinger algunos teólogos habían oscurecido esta realidad para adaptarla “a una ilustración a lo Rousseau”.
Dentro de la crisis de la Iglesia, existe también “una crisis de la moral propuesta por el Magisterio de la Iglesia”. Pero esta crisis, condice con los estilos de un mundo liberal: “en un mundo como el de Occidente, donde el dinero y la riqueza son la medida de todo, donde el modelo de economía de mercado impone sus leyes implacables a todos los aspectos de la vida, la ética católica auténtica se les antoja a muchos como un cuerpo extraño, remoto; una especie de meteorito que contrasta no sólo con los modos concretos de comportamiento, sino también con el esquema básico del pensamiento. El liberalismo económico encuentra, en el plano moral, su exacta correspondencia en el permisivismo”.
Este liberalismo también repercute al interior de la Iglesia: “la teología moral se ha convertido hoy en un campo de tensiones, sobre todo porque sus afirmaciones afectan de modo muy directo a la persona. Las relaciones prematrimoniales se justifican con frecuencia, al menos bajo ciertas condiciones. La masturbación se presenta como un fenómeno normal de la evolución del adolescente; una y otra vez se propone la admisión de los divorciados que se han vuelto a casar; el feminismo, incluso el más radical, parece adquirir derecho de ciudadanía, a veces en el ámbito de los conventos mismos (pero sobre esto hablaremos en otro lugar). Ante el problema de la homosexualidad, se plantean claras tentativas de justificación: en los Estados Unidos se ha dado el caso de obispos que —por ingenuidad o por un cierto sentimiento de culpabilidad de los católicos hacia una ‘minoría oprimida’— han cedido iglesias a los gays para la celebración de sus festivales. Y tenemos también el caso de la Humanae vitae, la encíclica de Pablo VI que reafirmaba el ‘no’ a la contraconcepción y que no ha sido comprendida, antes al contrario, ha sido más o menos abiertamente rechazada en amplios sectores eclesiales”.
Un remedio que ya ha dado resultados: María
Con la intención de resolver incluso la crisis identitaria de la Iglesia, la de la moral, la que llamó crisis de la mujer, Ratzinger proponía, entre otros, un remedio “que ha demostrado concretamente su eficacia a lo largo de la historia del cristianismo. Un remedio cuyo prestigio parece hoy haberse oscurecido a los ojos de algunos católicos, pero que es más actual que nunca”: María. “Si ha sido siempre esencial para el equilibrio de la fe el lugar que ocupa la Señora, hoy es más urgente que en ninguna otra época de la historia de la Iglesia descubrir de nuevo este lugar”.
Repitiendo a los obispos en Puebla, Ratzinger decía que “María debe ser cada vez más la pedagoga del Evangelio para los hombres de hoy”. “En aquel continente, allí donde se apaga la tradicional piedad mariana del pueblo, el vacío se llena con ideologías políticas. Es un fenómeno que se reproduce un poco en todas partes, que viene a confirmar la importancia de la piedad mariana que es mucho más que una mera devoción”.
Un detalle no menor. Messori le pregunta a él, que ya había leído el tercer secreto de Fátima, si este contenía algo “terrible”. El purpurado no responde ni sí ni no, sino que dice que “Aunque así fuera —replica, escogiendo las palabras—, esto no haría más que confirmar la parte ya conocida del mensaje de Fátima. Desde aquel lugar se lanzó al mundo una severa advertencia, que va en contra del facilismo imperante; una llamada a la seriedad de la vida, de la historia, ante los peligros que se ciernen sobre la humanidad. Es lo mismo que Jesús recuerda con harta frecuencia; no tuvo reparo en decir: ‘Si no os convertís, todos pereceréis’ (Lc 13,3). La conversión —y Fátima nos lo recuerda sin ambages— es una exigencia constante de la vida cristiana. Deberíamos saberlo por la Escritura entera”.
Ratzinger no desconocía la importancia de la verdadera misión en contra de lo que él llamaba “un énfasis excesivo sobre los valores de las religiones no cristianas”. “Por lo demás, hay que precaverse de romanticismos sobre las religiones animistas, que, naturalmente, encierran ‘gérmenes de verdad’, pero en su forma concreta crearon un mundo de terror, donde Dios estaba lejos y la tierra a merced de espíritus veleidosos”.
“Como ya sucedió en la cuenca del Mediterráneo en tiempo de los apóstoles, también en África el mensaje de Cristo que puede vencer las fuerzas del mal (Ef 6,12) ha constituido una experiencia de liberación del terror. La serenidad y la inocencia en el paganismo son uno de los numerosos mitos de nuestros días”.
Ante algunas obras de teólogos, que le habían dicho “adiós al diablo”, Ratzinger afirmaba que “si se leen con atención estos libros que pretenden desembarazarse de la perturbante presencia diabólica, al final queda uno convencido de todo lo contrario: los evangelistas hablan muy frecuentemente del diablo, y no lo hacen ciertamente en sentido simbólico. Al igual que el mismo Jesús, estaban convencidos —y así querían enseñarlo— de que se trata de una potencia concreta, y no ciertamente de una abstracción. El hombre está amenazado por ella y es liberado por obra de Cristo, porque sólo El, en su calidad de ‘más fuerte’ puede atar al ‘fuerte’, según la misma expresión evangélica (Lc 11,22)”.
Tampoco hay que olvidar a los ángeles: Al lado de los ángeles caídos, resplandece “la visión luminosa de un pueblo espiritual unido a los hombres por la caridad. Un mundo que tiene un gran espacio en la liturgia tanto del Occidente como del Oriente cristianos; en él arraiga la confianza en esa nueva prueba de solicitud de Dios por los hombres cual es «el ángel de la guarda», que ha sido asignado a cada uno, y al que se dirige una de las oraciones más queridas y difundidas de toda la cristiandad. Se trata de una presencia benéfica que la conciencia del pueblo de Dios ha acogido siempre como una nueva muestra de la Providencia, del interés del Padre por sus hijos”.
Teología de la liberación
Y finalmente, la ya legendaria condenación a la Teología de la Liberación, que “de ninguna manera debe interpretarse como una desautorización de todos aquellos que quieren responder generosamente y con auténtico espíritu evangélico a ‘la opción preferencial por los pobres’ ”: “el peligro de algunas teologías está en que se dejan sugestionar por el punto de vista inmanentista, meramente terrenal, de los programas de liberación secularizados. Estos no ven, ni pueden verlo, que desde un punto de vista cristiano la ‘liberación’ es ante todo y principalmente liberación de la esclavitud radical de la que el ‘mundo’ no se percata, que incluso niega: la esclavitud radical del pecado”.
“Lo que resulta inaceptable teológicamente, y peligroso socialmente, es esta mezcolanza entre Biblia, cristología, política, sociología y economía. No se puede abusar de la Escritura y de la teología para conferir valor absoluto y sagrado a una teoría en el orden socio-político. Éste, por su misma naturaleza, es siempre contingente. Si, por el contrario, se sacraliza la revolución —mezclando a Dios y a Cristo con las ideologías— se produce un fanatismo entusiasta que puede llevar a las peores injusticias y opresiones, provocando efectos diametralmente opuestos a los que se buscaban”.
Continúa: “Decepciona dolorosamente que prenda en sacerdotes y en teólogos esta ilusión tan poco cristiana de crear un hombre y un mundo nuevos, no ya mediante una llamada a la conversión personal, sino actuando solamente sobre las estructuras sociales y económicas. Es el pecado personal el que se encuentra realmente en los cimientos de las estructuras sociales injustas. Es preciso trabajar sobre las raíces, no sobre el tronco o sobre las ramas, del árbol de la injusticia si se quiere verdaderamente conseguir una sociedad más humana. Estas son verdades cristianas fundamentales y, sin embargo, son rechazadas con desprecio, consideradas como ‘alienantes’ o ‘espiritualistas’ ”.
Al final, lo que hay que hacer, es “predicar de nuevo a Cristo”: “‘uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos’ (1 Tim 2,4-7). Esto es lo que tenemos que seguir anunciando —con humildad, pero con fortaleza— en el mundo actual, siguiendo el ejemplo y el estímulo desafiante de las generaciones que nos han precedido en la fe”. (SCM)
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