Poseer bienes materiales o no es secundario. Todo depende de dónde pongamos nuestro corazón: en Dios o en las cosas de este mundo.
Redacción (30/01/2023 10:16, Gaudium Press) Entre los numerosos santos que adornan el firmamento de la Santa Iglesia, San Luis Gonzaga es sin duda uno de los más conocidos.
El eco de su nombre nos hace meditar sobre aquella virtud que más lo caracterizó: una pureza intachable, una virginidad exaltada. Sin embargo, poco se sabe de su ascetismo y de los no pocos esfuerzos que le costó tal virtud.
Por ejemplo, con apenas 11 años, procedente de una familia noble de Italia, vivía como un verdadero religioso, incluso en medio de la corte: rezaba mucho, no vivía pensando en los honores de su linaje, hacía mortificaciones, etc. Tan grande era su desapego de las cosas terrenas y de las glorias de este mundo, que incluso dijo en una ocasión: “No conviene que por nuestro nacimiento nos hagamos tan grandes; porque, finalmente, las cenizas de un príncipe no se distinguirán de las de un pobre, sino por una mayor descomposición” [1].
Fue esta entrega total a Dios la que hizo de Luís Gonzaga una verdadera luz no sólo para el siglo XVI en que vivió, sino para toda la historia.
Pobreza material y pobreza espiritual
En aquel tiempo, al ver a Jesús la multitud, subió al monte y se sentó. Los discípulos se acercaron y Jesús comenzó a enseñarles (Mt 5,1-2).
Ya al comienzo del Evangelio encontramos una lección preciosa: para contarse entre los “alumnos” del Divino Maestro, es necesario desprenderse de las tensiones y preocupaciones terrenales y escalar la montaña de la serenidad, la montaña de la vida espiritual.
Situémonos en esta clave y escuchemos el conocido “Sermón de la Montaña” o “Sermón de las Bienaventuranzas”, que nos presenta la liturgia de ayer. Esto es lo que dice Nuestro Señor:
“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3).
En los versos anteriores, San Mateo dejó bien claro que estas palabras de Nuestro Señor iban dirigidas a sus más allegados: los apóstoles y discípulos. De hecho, no había muchos eruditos y magistrados entre ellos; en su mayor parte, la audiencia de Jesús en esta ocasión estaba compuesta por simples pescadores. A ellos se les podrían aplicar las palabras de San Pablo en la segunda lectura:
“No hay entre vosotros muchos sabios de humana sabiduría, ni muchos poderosos, ni muchos nobles” (Cor 1,26).
Sin embargo, de ninguna manera se puede decir que, en el pasaje mencionado, el Salvador se refería solo a las personas necesitadas de recursos materiales. Muy al contrario, el Maestro no dijo simplemente “Bienaventurados los pobres”, sino “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
Fue lo que afirmó el Papa Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret: “La pobreza de la que aquí se habla nunca es un fenómeno puramente material. La pobreza puramente material no salva, aunque los desfavorecidos de este mundo sí pueden contar con la bondad divina de un modo muy particular. Pero el corazón de las personas que no tienen nada puede endurecerse, embriagarse, corromperse – interiormente lleno de codicia, olvidado de Dios y codicioso solo de bienes materiales” [2].
“Los ‘pobres de espíritu’ de los que habla el Divino Maestro en este versículo no son los necesitados de dinero, sino los hombres que se desprenden de los bienes de este mundo, sean muchos o pocos, para seguir a Jesucristo”. [3]
El sufrimiento nos hace acreedores de las bendiciones de Dios
Por tanto, es perfectamente posible ser rico en bienes materiales y pobre en espíritu. San Luis Gonzaga tenía recursos materiales en abundancia; un camino de honor mundano le fue abierto desde la niñez; si quisiera, podría entregarse muy fácilmente a los placeres terrenales. Pero amaba a Dios más que a nada en este mundo y por eso abandonó los bienes pasajeros para aferrarse a los eternos.
Desafortunadamente, también es posible ser materialmente pobre y espiritualmente rico. ¿Como sucede esto? “Un pobre, rebelado contra su condición, dominado por la envidia, la ambición o el orgullo, será un ‘rico de espíritu’ al que nunca podrá pertenecer el Reino de los Cielos” [4].
Poseer bienes materiales o no es secundario; todo depende de donde pongamos nuestro corazón: en Dios o en las cosas de este mundo.
La actitud perfecta consiste, por tanto, en primer lugar, en no apegarnos a nada más que a Dios mismo. Y si somos colmados de bienes por Él, seamos agradecidos y amémosle no por estos bienes, sino con un amor puro, por el simple hecho de que Él es un Dios bondadoso y generoso. Si, por el contrario, tenemos que pasar por dificultades en nuestra vida, no nos rebelemos nunca contra la Providencia y, sobre todo, no nos dejemos dominar por la envidia hacia los demás. Más bien, demos gracias a Dios por estos sufrimientos, porque cuando nos llenamos de bienes, nos hacemos deudores de Dios; pero cuando sufrimos y amamos a Dios, Él se convierte en nuestro deudor [5].
Por Lucas Rezende
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[1] CEPARI, Vigilio. Vie de saint Louis Gonzague. Dijon: Antoine Maître, 1855, p. 41.
[2] BENTO XVI. Gesù di Nazaret. Dal Battesimo alla Trasfigurazione. Milano: Rizzoli, 2007, p. 100-101.
[3] CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os evangelhos. Città de Vaticano: LEV, 2013, v. 2, p. 45.
[4] Ibid.
[5] Cf. ALFONSO MARÍA DE LIGORIO, Clássicos de Espiritualidade: A prática do amor a Jesus Cristo. Trad. Luís Augusto Rodrigues Domingues. São Paulo: Cultor de livros, 2021, v. 19, p. 50-51.
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