“Esta es la resumidísima historia de Ricardo y Andrés, dos chicos que salieron del colegio hace unos años, el mismo colegio…”
Redacción (01/03/2023 16:17, Gaudium Press) Le pusimos el nombre pomposo y pretensioso de ‘parábola’ a la siguiente historia, arriesgándonos a ser fatuos, ateniéndonos a la definición de la Real Academia Española de “narración de un suceso fingido de que se deduce, por comparación o semejanza, una verdad importante o una enseñanza moral”. Pidamos ayuda a los ángeles, y vamos pues adelante.
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Esta es la resumidísima historia de Ricardo y Andrés, dos chicos que salieron del colegio hace unos años, el mismo colegio, y terminaron la misma carrera, abogacía, en la misma universidad, una de las más renombradas del país.
Solo les falta la ceremonia y el diploma, que en pocos días recibirán.
Igualmente, ambos ya tienen el inicio de su carrera profesional asegurada, Ricardo como abogado junior de un bufete legal reconocido, mientras que Andrés entrará de lleno a trabajar en la empresa de su padre aunque continuará con estudios de post-grado pero de administración, con énfasis legal eso sí.
Sí estudiaron en los mismos institutos, aunque su situación socio-económica era bien diversa.
Mientras que la familia de Andrés es de abundante fortuna –su padre se enriqueció rápida y grandemente en el siglo pasado, con el inicio del boom del comercio de computadores, juegos de video, software, hardware, etc.–, el padre de Ricardo, contador, fue un empleado medio del Estado durante toda su vida; nunca tuvo un alto salario aunque siempre gozó de cierta estabilidad con la que pudo criar a su familia.
Andrés era hijo único. De hecho sus padres decidieron un día que no gastarían su fortuna, juventud, felicidad y figura en hijos cual conejos; la felicidad estaba en “viajar y conocer”, se les oía decir; ¿trabajar?, lo necesario para mantener boyante la empresa, pero sobre todo viajar, a lo grande. A su único y mimado retoño buscaron darle – generosos también eran– todos los lujos y comodidades que su dinero podía ofrecer. Le exigían, porque también hay que exigir, eso sí, que no fuera tonto. ‘Astuto como el papá, pimpollo’ le decía la madre.
La madre… mujer que pronto deseó poner su estatus cultural a la altura de su nueva riqueza, que se inscribió en cursos del club de jardinería, que tomó clases privadas y en colectivos selectos de pintura, que consiguió con un buen donativo a la junta directiva (uno por encima y otros por debajo de la mesa) entrar a uno de los clubes de élite de la ciudad. De sus mayores orgullos era que varias de las hijas de los socios del club no fuesen inmunes al buen parecido y los encantos de ‘mi Andrecito’.
– Todo un don Juan mi Andrés, decía Zoraya, y le decía Zoraya, quien había insistido ante su marido para que Andrés llegara siempre a la universidad en febrero con un coche de año nuevo.
De manera diferente, Ricardo tuvo que hacer él mismo un préstamo para cursar sus estudios, que sabía debería pagar cuando comenzara a trabajar, además de cumplir algunos turnos en la cafetería de la facultad para reunir algún dinero extra, pues la mesada de su padre no era muy alta.
La naturaleza también había sido generosa con Ricardo, y además de inteligencia, desde el inicio de la carrera su buena apariencia atraía las miradas y los avances de algunas chicas, que infelizmente para ellas se chocaban con el interés casi exclusivo de Ricardo por los estudios.
Ricardo y Andrés también compartían pasión por el mismo deporte, el tenis, en el cual los dos se desempeñaban muy bien, aunque normalmente era Andrés quien llevaba las de ganar. Practicaban los fines de semana, a veces los miércoles, y cuando terminaban era Andrés el que retenía a Ricardo para invitarlo a una soda y algún snack, y contarle en monólogo interminable sus aventuras, que Ricardo escuchaba pacientemente, sin mayor interés pero con aguante, pues su afecto hacia su amigo era sincero.
– Mojigato, eso es lo que eres vos, y es por culpa de ese estilito cavernario de tu familia, que no hacen sino rezar y rezar, decía un día Andrés a Ricardo, cuando este rechazaba cortés pero firmemente sus repetidas invitaciones a juergas de fin de semana, a las que insistentemente Andrés lo invitaba en plan all inclusive que él pagaría.
– Sigue así y tu cerebro ya no estará solo lleno de telarañas sino de óxido y hollín, que es lo único que por ahora circula por ese desván, respondía Ricardo. ¿Para qué te metiste a estudiar aquí, para dormir en clase, pavonearte y galantear? ¿Crees que así te vas a graduar?
– Simple mi querido Watson, porque aquí el de la astucia soy yo: Ningún profesor se va a atrever a reprobarme, ¿o es que olvidas los números llenos de ceros que llegan anualmente a las arcas pecuniarias de este grande claustro en un papelillo firmado por mi papá?
– Para eso vas a servir, aprendiz de Holmes, no para sagaz investigador criminal, sino para fallida reina de belleza… en fin, cada uno que haga de su vida lo que quiera. Pero a De la Pava, con el que tendremos derecho penal el próximo semestre, a ver si regalándole manzanitas vas a pasar…
De hecho De la Pava era más que una estatua de sal inconmovible e insobornable, el ‘coco’ de toda la facultad. Decían que quien pasaba Penal II, ya había salido al otro lado y podía darse por bien servido, pero esto era algo que solo lograba el 30 por ciento de los apanicados imberbes que temblando se sentaban lo más lejos que podían del temible y ya sexagenario de la Pava. Se dice que algunos hasta alquilaban las sillas de las últimas filas, que los más ‘vivos’ ocupaban con antelación.
Pero para Ricardo no había mucha opción, pues perder una materia significaría poner en riesgo la continuidad de su crédito. Y al parecer para Andrés tampoco: su padre, que siempre cedía a todos los caprichos que Andrés o la madre de Andrés intercedía para él, había escuchado que lo único que de verdad valía la pena en ese claustro era De la Pava, y se había empecinado en que su hijo debía pasar penal II de un tirón, sí o sí, sin repetir, o peligrarían carros, mesadas, club y demás. Andrés había entrado en pánico.
Al final, Ricardo y Andrés, después de que este de rodillas pidiera ayuda y clemencia, habían llegado al siguiente convenio: quince días antes de cada uno de los tres exámenes de ese Penal, Andrés iría a vivir en casa de Ricardo. Se irían directo y sin escalas desde la universidad a la casa, en el carro de Andrés, obvio. Cenarían o comerían algún tentempié, descansarían quince minutos en los que Andrés pondría al día las últimas necesidades del whatsapp de su celular y ahí habría decomiso fulminante e inapelable: tanto el móvil de Andrés cuanto el de Ricardo pararían en la mesa de noche de Fernando, el hermano menor de Ricardo, a quien los dos le pagarían por día de custodia una suma pequeña, simbólica, pero que mucho apreciaría. Y después a los estudios, de Penal.
– Mira, que te estoy pidiendo que me ayudes a salvar la materia, no que me recluyas en San Quintín, había dicho Andrés cuando comenzó a escuchar las condiciones.
– Espera que aún no termino, retrucó Ricardo. Mi madre, que concuerda con el convenio perfectamente porque te aprecia mucho, dijo que aquí serás bienvenido como su hijo, y que ni se me ocurra cobrarte algo. Pero que pone una condición que sé que te va ahuyentar como demonio exorcizado: A las 7 y 30 después de la cena deberás rezar el rosario con toda la familia… Ella dice que lo único que no admite son ateos en su casa…
– Estás loco, están todos locos; ni loco.
– No hagas drama, son solo diez minutos, al día, y salvas la materia…
– ¿Sólo diez minutos…?, pues siendo así…
– Sí, pero yo te pongo una condición. Aunque ella no quiere cobrarte pensión, tú, al finalizar los primeros quince días le regalarás un vestido que ha visto, que sé que le encanta, pero es un poco costoso para mi padre, que no para ti. ¿Trato?
– Trato, aunque sé me voy a arrepentir.
– Más te arrepentirás si repruebas la materia.
– Vamos pues, que más se perdió en el diluvio.
– Eso, no llores tanto. Vas al cielo y vas llorando.
Y así se hizo.
Cuando comenzaba el ‘retiro espiritual’ de esos quince días, Andrés protestaba como perrito libre y ahora enjaulado, pero ya al final de la quincena se había adaptado a la rutina, y siempre pasó los exámenes, aunque con menor nota que Ricardo. Pero los pasaba.
Terminado el período San Quintín en casa de Ricardo y satisfecha la prueba De la Pava, retomaba su vida chic hasta que quince días antes de la siguiente prueba volvía a ‘la cárcel’ para repetir la dosis.
Pero cuando concluyó el curso, aprobado, sí, una rara sensación lo invadió, algo que nunca imaginó que llegaría a sentir: era una nostalgia anticipada, de que no viviría más los quince días de ese encierro estudioso e ‘insoportable’, de comidas sencillas en familia, teniendo como amigos además de Andrés y los suyos solo a Carrara, Zaffaroni y algunos otros de los grandes penalistas de la Historia.
– Idiota que soy, se dijo. Definitivamente el hombre es animal de costumbres, aunque no sean las mejores. Me estaba ya acostumbrando a esa vida.
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No alarguemos más esta historia.
Llega el día de la graduación, y ambos reciben su diploma, en presencia de sus familias: Son abogados.
¿Quién sintió ese día más felicidad?
La respuesta es más que un cliché, es la realidad.
Solo cuando la lucha es ardua, es cuando la victoria es sabrosa. Lo que fácil se consigue, no deleita, rápido hastía, pronto se desprecia, no da felicidad.
Así fue Cristo: era Dios, pero quiso sufrir, entre otras cosas para enseñarnos a los hijos del pecador Adán, que la verdadera alegría de la resurrección viene después de la pasión.
Como decía el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira, repitiendo a Corneille: Quien vence sin obstáculos triunfa sin gloria. Pero más: para ser feliz hay que luchar, y luchar es sufrir.
“Pero no tengo ni deseos ni capacidad de sufrir”, dirán muchos. Pídala a Dios y la Virgen, que no dejan abandonados en esta tierra a los que a ellos se encomiendan.
Por Saúl Castiblanco
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