La diferencia entre un hombre con gracia a uno sin gracia es muchísimo mayor que la diferencia que va de un Emperador al más sencillo aborigen.
Redacción (02/04/2023 22:57, Gaudium Press) Nunca estará de más resaltar y volver a poner el foco sobre el papel primordial de la gracia de Dios, pues como estamos inmersos en un mundo que se construyó a partir de su ignorancia, o mejor, en su contra, podemos ser víctimas del mundanismo-naturalista circundante, ajeno a la gracia, que tanto mal produce en las cabezas y en los corazones.
Además, no son pocos los pensadores católicos en sintonía con el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira, que decía que la gracia a pesar de todas las profundizaciones que se hagan sobre ella sigue siendo algo como una nube de plata misteriosa, lo que es comprensible si se piensa que estamos hablando de algo tan elevado como es la propia vida divina, que no es otra cosa la gracia sino una participación en la vida interna de Dios.
Repasemos, pues, algunas metáforas o figuras que buscan acercarnos a sus maravillas, sus misterios y secretos.
La gracia es como esa corriente eléctrica que pasa por el filamento de tungsteno de los bombillos antiguos: antes de la corriente el filamento es sólo un carbón, pero cuando es atravesado por el flujo de electrones produce una de las cosas más maravillosas de la naturaleza, que es la luz. El hombre des-gracia es solo opaco tungsteno; el hombre con gracia es luz.
Parecida a la imagen anterior es la de la vara de hierro o de acero: cuando esta se coloca en el horno encendido va adquiriendo las propiedades luminosas del fuego, el amarillo, el naranja o rojo del fuego, también el calor del fuego, y se va volviendo dúctil para que la mano experta del forjador pueda configurar elementos magníficos, como una espada, o un bello enrejado. Así, el hombre sin-gracia es mero hierro; el hombre con gracia es luz, puede ser espada, tiene las propiedades del divino fuego.
La imagen más clásica es la de que la gracia es sangre divina que se inyecta en nuestro ser: el hombre sin-gracia es mero hombre, poco más que un irracional y muchísimo menos que un ángel; el hombre con gracia tiene el ADN de Dios, los genes de Dios, tiene los dones del Espíritu Santo y la verdadera presencia en sí del Creador, como Padre y amigo. En el hombre con gracia fluye la propia vida de la Trinidad; en el hombre sin gracia no.
Hay gente que en otros tiempos adquirió después de toda una vida de esfuerzo un título nobiliario, pues quería subir ante los ojos de los hombres de condición social: resulta que no hay clase más alta en el universo humano que la de aquellos que poseen la gracia de Dios, la de quienes están en gracia de Dios. Santo Tomás decía que una gota de gracia vale más que todo el universo sin gracia: la diferencia entre un hombre con gracia a uno que no la tiene es muchísimo mayor que la diferencia natural que va de un Emperador del Sacro Imperio al más sencillo aborigen de una tribu perdida de Oceanía.
Estar en gracia de Dios es como tener al lado y a todo momento a un grupo de los mejores consejeros del mundo, pertenecientes a los más importantes y variados campos (las virtudes); es como tener la posibilidad incluso de que no sean ellos meros consejeros, sino de que sean ellos mismos los que actúen por uno (los dones del Espíritu Santo). Estar en gracia es tener dentro de sí al propio Creador del Cielo y de la Tierra para consultarlo y pedirle a todo momento, como Padre, hermano y amigo. Quien está en gracia de Dios tiene todo eso; quien no está en gracia de Dios, no.
De hecho, la situación es aún más dramática:
El hombre, naturalmente hablando, no posee solo sus facultades naturales (inteligencia, voluntad y sensibilidad), sino que también carga dentro de sí un cochino y grasiento cerdo de concupiscencia, un iracundo tigre hambriento, una envidiosa, traicionera y reptadora serpiente, una perezosa y quejumbrosa marmota, una orgullosa, fría y silenciosa pantera negra, un glotón e insaciable gusano: eso es el hombre concebido en pecado original. Pues resulta que es la gracia el don de Dios que limpia y seca la carne del cerdo, que tranquiliza y serena al tigre, que convierte la serpiente en admirativo armiño, que despierta y hace ágil a la marmota como un colibrí, que torna dulce, contemplativa y mimosa a la pantera negra, que transforma el gusano en colorida y sutil mariposa. Todo eso lo tiene quien tiene la gracia; quien no la tiene, no.
En toda historia de piratas hay uno o varios capítulos que giran en torno a un gran tesoro escondido, que puede ser hallado, por el cuál se sufre, se lucha, se combate, se va a los confines de los mares hasta que finalmente se encuentra; tesoro que puede volverse a perder, y que luego puede ser recuperado.
Así la gracia.
Solo que para encontrar y ser poseedor de ese tesoro de collares de oro y de marfil no es necesario luchar nada: es solo ser bañado por las aguas cristalinas del bautismo cristiano. Ese tesoro sí se puede fácilmente perder, por el pecado grave, cometido de forma consciente y voluntaria después de que se tiene uso de razón. Pero para recuperarlo no se precisa de ir hasta la Conchinchina; solo se requiere del perdón de la absolución sacramental, cuando arrepentidos reconocemos ante el sacerdote la pérdida por culpa propia de sus valiosas joyas, y pedimos a Dios que por su intermedio nos sean restauradas.
Puede ser que ese tesoro, después de recuperado, se nos vuelva a escapar: esa es la naturaleza humana, que a veces por hábitos inveterados no es tan fácil limpiar al cerdo, o tranquilizar al tigre, o injertar en toda la serpiente la suave, reluciente y pulcra piel del armiño. Pero la persistencia de quien busca la gracia de Dios siempre vence, si no se pierde la confianza y se sigue acudiendo rectamente a los canales de la gracia, que son normalmente la oración y los sacramentos.
Es posible por medio de la Reina de la Gracia, una y otra vez, recuperar el zafiro de la Templanza, el rubí de la Justicia, el diamante de la Fortaleza, el topacio de la Prudencia (virtudes cardinales), el oro de la Fe, la esmeralda de la Caridad, la amatista de la Esperanza (virtudes teologales). Se pueden recuperar el cetro de la Sabiduría, la tiara de la Ciencia, el cáliz de la Inteligencia, el báculo del Consejo, el rosario de perlas de la Piedad, la espada de platino del Temor de Dios (dones del Espíritu Santo). Se puede readquirir el trono dorado de la presencia interior de Dios, y esto solo con ir de rodillas a reconocer las faltas delate de un ministro del Señor.
Hasta el feliz día en que esos tesoros no solo no se pierdan más, no los robe el maligno, sino que por la oración y la vida de piedad, se conserven, reluzcan y se acrecienten día a día más.
Por Carlos Castro
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