El Evangelio de ayer, 22º Domingo del Tiempo Ordinario nos invita a vaciarnos, para poder hacer la voluntad de Dios.
Redacción (, Gaudium Press) San Mateo describe en su Evangelio las dos veces que Jesús se refiere a San Pedro como “piedra”. La primera, cuando el Apóstol proclama la divinidad del Maestro, y por eso lo llama de “piedra sobre la que edificará su Iglesia” (cf. Mt 16,18); pero inmediatamente después, lo trata severamente como “piedra de tropiezo” (cf. Mt 16,23), “porque no pensáis en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (Mt 16,23).
¿Cuál es el significado de tales palabras?
La Sabiduría de los Hombres y la Sabiduría de Dios
“En aquel tiempo comenzó Jesús a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los maestros de la ley, y que era necesario ser muerto y que resucitase al tercer día” (Mt 16:21).
A lo largo de su contacto con Nuestro Señor, los Apóstoles tuvieron la oportunidad de presenciar innumerables milagros y señales realizadas por Él, lo que demostraba que no se trataba sólo de un enviado del Altísimo o de un Profeta, como tantos otros, sino de alguien esencialmente unido con la divinidad, es decir, ¡Dios mismo! San Pedro, poco antes, había proclamado que Jesús era el “Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16); y Jesús aprovechó la ocasión para formar a sus discípulos y prepararlos para lo que sucedería en el gran plan de la Salvación: su muerte y Resurrección.
Ahora bien, San Pedro, falto de visión sobrenatural, comenzó a reprender a Jesús con estas palabras:
“¡Dios no permita tal cosa, Señor! ¡Que esto nunca te suceda a ti!” (Mt 16,22)
La visión que los discípulos tuvieron de la persona de Nuestro Señor, proveniente de una gracia concedida por Él mismo, pero también mezclada con una cierta concepción mundana, no les permitió comprender “la muerte del Mesías”.
En efecto, si, por un lado, la gracia les decía en lo más profundo de sus almas que ese Hombre-Dios debe reinar y vivir para siempre – y, de hecho, Jesús vive en su Iglesia a través de los Sacramentos y en el alma de cada bautizado en estado de gracia –, por otra parte, la fe disminuida de los Apóstoles los privó de conformar sus criterios a los de Dios, por lo que sus mentes no aceptaron ciertas verdades proclamadas por Jesús:
“Pero Jesús se volvió hacia Pedro y le dijo: ‘¡Apártate de ti, Satanás! ¡Tú eres para mí piedra de tropiezo, porque no piensas en las cosas de Dios, sino en las de los hombres!’” (Mt 16,23)
Cuando leemos este pasaje del Evangelio, en el que Jesús llama a San Pedro “piedra de tropiezo” y “satanás”, nuestro respeto y veneración por el primer Pontífice parecen turbarse, ya que nunca nos dirigiríamos a él con semejante imperativo. Pero ¿por qué Jesús fue tan severo con su vicario?
Jesús utiliza este trato para formar a sus discípulos, dejando claro que cuando el hombre no se vacía completamente, es incapaz de adaptarse a los deseos de Dios, volviéndose incapaz de comprender el papel del sufrimiento. Simón Pedro “fue bienaventurado cuando el Padre se lo reveló; pero fue ‘satanás’ cuando escuchó a la carne y a la sangre, ignorando lo divino”[1].
Entonces Jesús dice:
“Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24)
El sufrimiento parece ser incompatible con la vida humana, ya que el instinto de conservación nos lleva a rechazar todo lo que causa dolor y angustia. Pero quien nos dio el verdadero ejemplo fue Nuestro Señor que, aunque no tuvo pecado, cargó sobre sí nuestras faltas, aceptando los sufrimientos más atroces, como dijo: “Padre, hágase tu voluntad” (Mt 26,42).
Demostró así el modo en que debemos despojarnos de nosotros mismos, conformarnos a su voluntad, glorificándolo como él quiere.
Si en esta ocasión San Pedro hubiera visto a Jesús no con los ojos de la carne, sino con los ojos de la fe, llenos de Dios y, por tanto, vacíos de sí mismo, ciertamente no lo habría traicionado durante la Pasión.
Por Guillermo Motta
[1] Cf. MALDONADO, Juan de. Comentarios sobre los Cuatro Evangelios. Evangelio de San Mateo. Madrid: BAC, 1950, v. I, pág. 601.
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