domingo, 24 de noviembre de 2024
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San Francisco, un ángel encantado con el canto de la Creación

En plena Edad Media, al inicio del décimotercer siglo, había en la ciudad de Asís, un hombre oriundo de estirpe noble, pero que se hizo mercader y disponía de abultada fortuna. Él tenía un hijo, que se llamaba Juan.

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Redacción (04/10/2023, Gaudium Press) En plena Edad Media, al inicio del décimotercer siglo, había en la ciudad de Asís, un hombre oriundo de estirpe noble, pero que se hizo mercader y disponía de abultada fortuna.

Él tenía un hijo, que se llamaba Juan. Como su comercio obligaba a constantes contactos con los franceses, insistió en que el hijo aprendiese francés.

Juan llegó a hablar tan bien esa lengua, que recibió el apodo de François (Francisco), bajo el cual es conocido. Únicamente preocupados con los negocios, los padres del joven Francisco habían descuidado su educación.

Este, a principio, se mostraba muy inclinado a las vanas diversiones mundanas y a adquirir riquezas. Entretanto, se obligó a dar limosna a todo y cualquier pobre que la pidiese por el amor de Dios.

Amar al prójimo por amor de Dios

Cierta vez en que, muy ocupado, se había a atender un mendigo, se arrepintió, y corrió atrás de él para entregarle el óbolo solicitado.

Otra vez, recuperándose de grave molestia, mandó hacer ropas lujosas y montó a caballo, dispuesto a divertirse un poco. De súbito, sin embargo, en medio de una planicie, se baja, se despoja de las vestiduras, las cambia por los andrajos de un mendigo, cuya miseria le había conmovido el corazón.

Cierto día, al dar con un leproso que se aproximaba, el primer impulso de Francisco fue retroceder, horrorizado; recuperándose, entretanto, besa al leproso y le da limosna. Era así que aquel hijo de mercader hacía su aprendizaje en la virtud.

Soledad y Voluntad de Dios

Finalmente decidido a llegar a la perfección, Francisco solo encontraba placer en la soledad y pedía a Dios, incesantemente, que le diese a conocer su voluntad.

Muchas veces visitaba los hospitales, donde cariñosamente se ponía al servicio de los enfermos; llegaba a besarles las úlceras, sin dar atención a las debilidades y repulsas de la naturaleza.

Cuando no disponía de dinero para distribuir entre los pobres, les daba sus propias ropas.

Cómo enfrentó la irritación del padre

Irritado con sus prodigalidades, el padre de Francisco lo hizo comparecer ante el obispo de Asís para que renunciase a sus bienes.

Francisco le devolvió al padre incluso las ropas que usaba, y se cubrió con una gastada capa de campesino, que algunos días más tarde, substituyó por un manto de eremita.

Obedeciendo un consejo evangélico

Dos años después, durante una misa a la que asistía, quedó extremamente impresionado con las palabras del Evangelio:

«No queráis poseer oro ni plata, ni traigáis dinero en vuestras cinturas, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni personal».

Le obedeció literalmente y las aplicó a sí mismo; y, después de deshacerse de su dinero, de tirar los zapatos y abandonar el bastón y el cinturón de cuero, vistió un pobre hábito, que amarró con una cuerda.

Era el traje habitual de los pastores y los pobres campesinos de aquel rincón de Italia.

Patriarca de los Hermanos Menores

San Francisco se tornó el patriarca de una orden religiosa que se esparció por la tierra entera.

Dio a sus monjes el nombre de «Hermanos Menores», o «Hermanitos», para distinguirlos de los religiosos de Santo Domingo, denominados «Hermanos Predicadores».

En el transcurso del tiempo, recibieron también el apodo de «franciscanos», y de «Cordeleros», porque amarraban la cintura con una cuerda.

Se dividieron en varias familias, de las cuales la de los Capuchinos ese distingue por la observancia de la pobreza.

La Dama Pobreza

Francisco decía que el espíritu de pobreza era el fundamento de su orden.

Sus religiosos nada poseían que les perteneciese exclusivamente. Tampoco permitía que recibiesen dinero, apenas las cosas necesarias para la subsistencia diaria.

Llamaba a la pobreza su dama, su reina, su madre, su esposa, la reclamaba insistentemente de Dios, como su parte justa, su privilegio:

«Oh Jesús, tú que os comprometisteis en vivir en la extrema pobreza, hacedme la gracia de concederme el privilegio de la pobreza. Mi deseo más ardiente es ser enriquecido con ese tesoro. Lo pido para mí y para los míos, a fin de que para la gloria de vuestro santo nombre nada poseamos, nunca, bajo el cielo, para que debamos nuestra propia subsistencia a la caridad de los otros y por eso mismo seamos muy moderados y muy sobrios».

Obedecer: hacer la voluntad de Dios

El amor de Francisco por la obediencia no era menos digno de admiración.

Con frecuencia era visto consultando a los últimos de sus hermanos, aunque fuese dotado de rara prudencia y hasta incluso del don de la profecía.

En sus viajes acostumbraba prometer obediencia al religioso que lo acompañaba.

Consideraba la propensión que tenía para la obediencia una de las mayores gracias que Dios le concediera, pues con la misma facilidad y presteza obedecía tanto a un simple novicio como al más antiguo y prudente de los frailes; decía, justificándose, que debemos considerar no la persona a quien obedecemos, sino la voluntad de Dios manifestada a través de la voluntad de los superiores.

Pequeños hechos de un gran Santo

Francisco tenía particular afección por las alondras. Se complacía en admirar en el plumaje de esos pájaros el matiz pardo y grisáceo que escogiera para su orden, a fin de dar a los frailes frecuentes ocasiones para meditar en la muerte, en la ceniza del túmulo.

Al mostrar a sus discípulos la alondra que se erguía en los aires y se ponía a cantar, después de haber golpeado algunos granos en el piso, decía alegremente:

«Ved, ellas nos enseñan a dar gracias al Padre común que nos proporciona alimento, a comer apenas para su gloria, a despreciar la tierra y a elevarnos al cielo, donde debemos entretenernos.»

Cierta vez, cuando predicaba en el pueblo de Alviano y no conseguía ser oído por causa de la agitación de las golondrinas que habían construido el nido en aquel lugar, a ellas se dirigió en estos términos: «Hermanas golondrinas, ya hablasteis bastante, llegó ahora mi turno de hablar. Escuchad la palabra de Dios y quedad en silencio mientras ya predique».

Las avecitas no soltaron más un solo pío, y no se movieron del lugar en que se encontraban.

San Buenaventura, que narra el hecho, agrega que, sintiéndose un estudiante de París incomodado con el chirrido de una golondrina, dijo a sus condiscípulos:

«Deben ser una de las que perturbaban al bienaventurado Francisco en su sermón y a la cual mandó callarse».

Después dijo a la golondrina: «En nombre de Francisco, siervo de Dios, te ordeno que te calles y que llegues a mí».

Inmediatamente el pájaro se calló y le posó en la mano. Sorprendido, él la dejó ir, y no fue más importunado.

Era así que Dios se complacía en honrar el nombre de su siervo.

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Entonando cánticos con un ruiseñor

Un día, cuando San Francisco se preparaba para tomar la refección en compañía del hermano León, se sintió íntimamente confortado al oír el canto de un ruiseñor. Pidió a León que también cantase las alabanzas de Dios, alternando su voz con la del pájaro.

Como el religioso se disculpase, alegando falta de voz, el santo se puso a responder al ruiseñor, y así continuó hasta la noche, cuando fue obligado a interrumpirse, confesando con santa envidia que el pajarito lo había derrotado. Lo hizo posar en su mano, lo alabó por haber cantado tan bien, le dio de comer, y solo después de haber recibido su bendición, y con su permiso, fue que el ruiseñor voló.

Cuando, por primera vez, visitó el monte Alvernia, se vio rodeado por una multitud de pájaros que le posaron en la cabeza, los hombros, en el pecho y en las manos, batiendo las alas y demostrando con el movimiento de sus cabecitas el placer que les causaba la llegada de su amigo. «Veo, dijo Francisco a su compañero, veo que debo permanecer aquí, pues mis hermanitos están contentos».

Durante una estadía suya en esas montañas, un halcón, anidando en las proximidades, se encariñó con el santo hombre; le anunciaba con un grito que llegara la hora en que acostumbraba rezar; y, si Francisco se encontraba enfermo, le daba el aviso una hora más tarde a fin de perdonarle; y cuando, al romper el día, su voz, como una campana inteligente, tocaba las maitinas, tenía el cuidado de atenuarla y suavizarle la sonoridad.

Era, afirma San Buenaventura, el divino presagio de los grandes favores que el santo recibiría en ese mismo lugar.

Antes de morir recibió las Llagas de Jesús

La milagrosa impresión de los estigmas de San Francisco, es conmemorada el día 17 de septiembre.

Hacía ya dos años que San Francisco recibiera las cinco llagas de Nuestro Señor en su cuerpo. Su salud declinaba día a día; y habiendo aumentado los clavos de sus pies, no podía más caminar.

Pedía que lo llevasen a las ciudades y las aldeas para animar a los otros a cargar la cruz de Jesucristo.

En una de esas excursiones, curó un niñito de Bagnara que, más tarde fue San Buenaventura.

Francisco tenía un gran deseo de volver a las primeras prácticas de humildad, servir a los leprosos, y obligar el cuerpo a servirle, como al inicio de la conversión.

El fervor del espíritu compensaba la debilidad del cuerpo; pero las enfermedades de tal modo se agravaron que eran raros los lugares en los cuales no sentía dolores muy fuertes; y, teniendo sus carnes consumiéndose enteramente, solo le restaban piel y huesos.

Los frailes creían estar frente a otro Job, tanto por causa de los sufrimientos como de la paciencia con que los soportaba.

El santo les pidió que lo llevasen a la Iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, a fin de entregar el alma a Dios en el mismo lugar donde recibiera el espíritu de la gracia.

En sus últimos momentos, dictó una carta dirigida a todos los superiores, sacerdotes y hermanos de la orden, recomendándoles respeto para con el santísimo sacramento del altar. (…)

Murió la noche del sábado para el domingo, el 4 de octubre de 1226. Año cuadragésimo quinto de su vida; vigésimo de su conversión; decimoctavo de la institución de su orden. (JSG)

(Fuente: «Vida dos Santos», Padre Rohrbacher, Volume XVII)

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