domingo, 24 de noviembre de 2024
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Excelencias del tesoro eucarístico

El P. Lallemant explica, con lógica ignaciana, que la presencia eucarística de Cristo nos es más ventajosa hoy, de lo que fue su presencia sensible junto a las personas de su tiempo.

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Redacción (04/10/2023, Gaudium Press) Cierta vez, instruyendo a sus discípulos, dijo Jesús: “Un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo” (Mt 13, 52).

Veinte siglos de vida de la Iglesia nos han aportado bendiciones y beneficios innumerables, un verdadero tesoro. Hoy es oportuno redescubrirlo, como el padre de familia del Evangelio, para nutrirnos de la permanente fecundidad de ese depósito donde lo nuevo y lo antiguo van de la mano. Si no fuese así, lo nuevo sería un salto temerario en el vacío; y lo antiguo, algo así como una pieza de museo sin vida ni proyección de futuro.

Con ese presupuesto, vayamos… al siglo XVII para encontrarnos con el Padre jesuita francés Luis Lallemant (1588 – 1635) cuya doctrina y espiritualidad fueron siempre apreciadas en la Compañía de Jesús y en toda la Iglesia. Es claro que ciertos “teólogos” de hoy en día no van con él, pero eso es problema de ellos… y de los que padecen su dañosa influencia.

Este autor tiene unas reflexiones sobre la Eucaristía donde explica, con lógica ignaciana, que la presencia eucarística de Cristo nos es más ventajosa hoy, de lo que fue su presencia sensible junto a las personas de su tiempo. Es una idea que a primera vista desconcierta ¡Y cuán verdadera es!

¿En qué nos aventaja la Eucaristía en relación al Jesús presencial de hace 2.000 años? Lallemant da siete razones:

1.- Nuestro Señor está en la Eucaristía día y noche como Hostia viva y misericordiosa ante los ojos del Padre desagraviando su honor, satisfaciendo su justicia, comunicando la vida de la gracia y la semilla de la gloria a aquellos que se le aproximan dignamente. Mucho fruto podemos alcanzar de esta misteriosa presencia, y qué poco parece haberles valido a los contemporáneos de Jesús aquel convivio que no supieron apreciar.

2.- Ellos no lo tuvieron más que en un solo lugar. Si Él estaba en Nazaret, no estaba en Jerusalén, si en el mar de Tiberíades, no estaba en la montaña. Aquí lo tenemos al mismo tiempo en todas partes, en todas las iglesias del mundo.

3.- Ellos lo disfrutaron apenas por cierto tiempo, por días, algunos por pocas horas. En total, su estancia en la tierra duró treinta y tres años y, asimismo, fue desconocido por la mayoría de los de su tiempo. Aquí lo tenemos a toda hora, después de tantos siglos y así será hasta el fin del mundo.

4.- Ellos vieron su apariencia exterior con los ojos del cuerpo y, la mayoría de las veces, sin mayor fruto; no lo valoraron ni lo aprovecharon. Aquí lo vemos con los ojos del espíritu y con el mérito de la Fe.

5.- Ellos no vieron más que su estado de naturaleza, tal como se les manifestó. Nosotros lo tenemos aquí en estado de pura gracia, para operar todos los efectos prodigiosos de la gracia, en número y en calidad.

6.- Ellos se beneficiaron de esa presencia a través de sus sentidos naturales. Nosotros, de una manera mucho más íntima que sobrepasa los sentidos. Los ángeles y los santos del cielo tampoco gozan de su presencia a través de los sentidos, en lo que nos asemejamos a ellos y, de cierta forma, les aventajamos por el don de la esperanza que ellos no poseen pues ya alcanzaron la meta.

7.- De todos los hombres y mujeres de su tiempo que lo vieron y escucharon ¿cuántos lo siguieron y se sumaron a su causa? Un número muy pequeño; antes de su Ascensión no eran más de quinientos discípulos. Comparemos esa pequeña muchedumbre con la multitud incontable de pueblos y razas que lo adoran en toda la tierra, encontrando no ya su aspecto sensible, sino su cuerpo y su sangre realmente presentes bajo las especies del pan y del vino y, como dicen los teólogos, por concomitancia también su alma y su divinidad. Y esa maravilla hecha alimento sanador, siempre a nuestro alcance.

***

Sin embargo, hay que decir algo evidente: el hecho de que haber visto a Jesús y haber estado con Él ¡es una gracia extraordinaria y un privilegio envidiable!

En todo caso, la institución eucarística parece dar sentido a las palabras de San Juan en su Evangelio al narrar lo acaecido en la última Cena: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Esta afirmación equivale a decir que el amor con que distinguió a sus discípulos instituyendo el Santísimo Sacramento, supera al que les testimonió al reunirlos junto a Él durante su vida pública ¡Cuánto amor y cuánta bondad!

Para concluir, veamos en rápida serie algunas etapas, por llamarlas así, de esa bondad. Para Dios todo es un eterno presente, pero cabe distinguir su accionar en el tiempo, donde se renuevan y se superan sus alianzas con los hombres:

Desde siempre Dios nos imaginó y nos amó ¡desde siempre! Nos creó a su imagen y semejanza y puso en nosotros sus complacencias. Después de la caída, nos perdonó y nos redimió del pecado muriendo en la Cruz. Nos adoptó como hijos, nos dejó su Madre y nos congregó en la Iglesia para que seamos santificados, instruidos y gobernados. Se quedó en la Eucaristía, alimento, remedio y semilla de gloria. Al concluir su estancia en la tierra, se fue al cielo para prepararnos un lugar, interceder por nosotros junto al Padre y enviarnos un Defensor, el Espíritu Santo. Y cuando acabe la historia, por ocasión del juicio final, dirá a los que por su misericordia hayan conservado su gracia: “Venid benditos de mis Padre”.

En esa sucesión maravillosa de munificencias, el tesoro eucarístico, en su triple dimensión de sacrificio redentor, presencia real y alimento terapeuta, parece ser el fulgor más excelente de la divina Bondad.

Reprochamos a los coetáneos de Jesús de no haberlo visto en toda su estatura, pero… ¿y nuestro desaire al dejarlo tan solo en los altares y los sagrarios? Él nos ama tanto, y nosotros ni siquiera nos dejamos amar.

Por el P. Rafael Ibarguren, EP

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