Debemos volver a medir la Grandeza de Dios.
Redacción (31/10/2023, Gaudium Press) El tema de la grandeza de Dios no es menor, particularmente en lo que atañe a nuestra salvación.
Primero digamos que Dios es Grande aunque no queramos verlo, aunque el mundo y nuestras visiones y esquemas no quieran reconocerlo. Dios es Eterno, no tiene principio ni fin y es Infinito, no tiene comienzo ni final, lo que es sinónimo de la máxima grandeza.
La grandeza de Dios se mide también por la Creación, comenzando por los ángeles, mucho más numerosos que los hombres, con un poder natural gigantesco, que se empeñaron en una lucha grandiosa al inicio de los tiempos, en la que vencieron los ángeles buenos, pero lucha que se perpetúa hasta el fin del mundo donde el botín es nada más ni nada menos que el alma perpetua de los hombres, nosotros, los hijos de Adán, destinados al cielo eterno o al infierno sin fin.
Grandeza, porque Dios quiso coronar la Creación con la Encarnación de la Segunda Persona del Verbo, y con su Madre Inmaculada, la Flor de la Creación, haciendo así que la propia creación material tomase dimensiones de Infinito.
Realmente qué ridícula es a esta altura la revolución ‘antropocéntrica’ del Renacimiento, esa de colocar al hombre en el ‘centro’.
Es ridícula porque el hombre es una parte importante de la Creación, sí, pero en ligación con Dios porque el Centro y el Todo es Dios. Era forzoso que tras el engaño de satanás de que el hombre era el centro, más temprano o más tarde llegaríamos a los desvaríos y extravíos de nuestros días.
Es bien probable que una de las grandes líneas de acción del demonio en los últimos siglos, haya sido ir acortando los horizontes de los hombres, cambiándolos de grandes a pequeños, cabalgando sobre esa nueva orientación ‘antropocéntrica’.
Me explico.
En una época sin máquinas, sin cohetes, ni aviones ni ascensores, un día los hombres quisieron alargar los límites de sus espacios, y se descubrió América y Elcano le dio la vuelta a la Tierra, pero en naves que más parecen hoy cáscaras de nueces, que cualquier soplido del mar haría naufragar. Pero si las naves eran pequeñas, las almas eran gigantes, y llegaron a la Española, a Terranova, a las Filipinas.
La grandeza de alma de esos tiempos permitía que hombres sin grúas ni ascensores construyeran portentos como Notre-Dame de París o la Catedral de Colonia. No tenían grúas gigantescas, tenían un horizonte tendiente a lo infinito, que los hacía volar hacia el cielo y construir torres que como que traspasaron los cielos.
La grandeza de esas almas era porque sus horizontes mentales no eran antropocéntricos sino teocéntricos, haciendo que sus almas volaran al infinito, y por eso tuvieran tamaños de gigantes. Justamente con la revolución antropocéntrica, esa que decía o insinuaba que los hombres son el ombligo del universo, pues el alma de los hombres se fue haciendo pequeña, como pequeño es el egoísmo del hombre:
“Yo, yo, yo, mis gusticos, mis placercitos, mis horizonticos, mis deseitos, mis egoismitos”, fue diciendo cada vez más el hombre, trayéndole sin darse cuenta la infelicidad, pues como dice San Agustín, “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”, en Vos Señor, que eres la Grandeza.
Pero, ¡oh paradoja!, ese hombre que se fue haciendo por su egoísmo cada vez más pequeño, tiene las pretensiones de ser grande, es decir, quiere que el propio Dios lo reconozca en su pequeñez como el centro del universo. Así somos.
Tenemos atenuantes, pensemos.
Es que vivimos en un mundo que nos ‘encarcela’, porque todo está diseñado para hacerle creer al hombre que el universo está hecho para atender a sus personitas, con sus gusticos y sus egoismos:
“¿Le duele el dedo? Tranquilo, aquí está el universo para ayudarlo. ¿Quiere tal cosa, tal capricho, tal placercito? No se preocupe, aquí está el universo entero para complacerlo”.
¿Y Dios, su gloria, su presencia en el Orden del Universo que debe ser respetada, admirada, amada y temida?
“Mire sabe qué, no me moleste”.
Y así el hombre se encierra en sí y en su hastío, que con frecuencia lo termina llevando a buscar la locura de la sinrazón, de la destrucción, de su auto-destrucción.
Pero para todo, inclusive para la decadencia tenebrosa del hombre de hoy, Dios reserva una solución: Recuperar la visión de la grandeza de Dios, de que el hombre solo tiene sentido cuando piensa en Dios, y vive constantemente para Dios, que es Grande.
Que la Virgen, que podría ser llamada la Virgen de la Grandeza porque albergó en su seno la Grandeza Infinita, nos socorra, pues Ella que es Madre de la Grandeza, también mira con misericordia nuestra pequeñez.
Por Carlos Castro
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