domingo, 08 de septiembre de 2024
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Sacramento del Orden: encargo sublime y grave

Los sacerdotes serán santos para su Dios y no profanarán su nombre, porque ofrecen sacrificios al Señor” (cf. Lev 21,5-6).

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Redacción (05/11/2023, Gaudium Press) Hay sacramentos que cuando son conferidos imprimen un sello determinado, espiritual e indeleble, en quien los recibe. Tal es el carácter sacramental, recibido de diversas maneras a través de los Sacramentos que no pueden ser reiterados, a saber: el Bautismo, la Confirmación y el Orden.

De ellos, el Sacramento del Orden está reservado a una porción restringida de la sociedad, aquellos que entregarán su vida en holocausto espiritual al Señor, a través del sacerdocio ministerial. Para ello, deben, por su parte, asumir una forma de ser que corresponda a la dignidad de tan alto estatus. En efecto, la misión de un sacerdote es abrazar lo que dijo San Pablo: “Vivo, pero ya no soy yo; Es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). [1]

Los grados de este Sacramento

Como los demás Sacramentos, el Orden Sacerdotal fue instituido directamente por Nuestro Señor Jesucristo. La ocasión en que se instituyó este Sacramento es la misma en que el Divino Maestro entregó su cuerpo a los hombres bajo las especies eucarísticas del pan y del vino en la Última Cena [2].

Los demás Sacramentos no tienen, como éste, diferencia de grados en su orden de recepción. Para el Sacramento del Orden, sin embargo, existen tres grados distintos: diaconado, presbiterado y episcopado.

El diaconado se refiere a la función de servicio, que está atestiguada por la propia Escritura en la elección de los primeros siete diáconos. [3] Las funciones del primer grado del Orden se reducen a la asistencia “al obispo y a los sacerdotes en la celebración de los divinos misterios, especialmente en la Eucaristía y distribuirla, asistir al Matrimonio y bendecirlo, proclamar el Evangelio y predicar, presidir los funerales y consagrarse a los diversos servicios de la caridad”. [4]

La condición de los sacerdotes es muy diferente, ya que “es en la celebración eucarística donde ejercen principalmente su función sagrada. Son, en alto grado, ministros de reconciliación y de consuelo de los fieles penitentes o enfermos, y presentan las necesidades y súplicas de los fieles a Dios Padre (cf. Heb 5, 1-4)” [5].

La plenitud de este Sacramento se da precisamente con el episcopado. A diferencia del diácono y del simple presbítero, el obispo recibe “el carácter sagrado, de modo que los obispos hacen las veces, de manera eminente y visible, del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en lugar de Él”. [6] En otras palabras, el obispo es el pastor y dueño del rebaño que le ha sido confiado en su diócesis.

¿Qué es un sacerdote?

El término “sacerdos” se refiere, en el uso actual, a obispos y presbíteros, pero no a los diáconos. Sin embargo, los tres grados se confieren mediante un acto sacramental llamado “ordenación”, que se da a través del Sacramento del Orden. [7]

Para conferir este Sacramento en los tres grados, sólo el Obispo tiene tal poder y la ordenación se confiere únicamente al “varón bautizado” [8].

Serán santos para su Dios”

Un ministro sagrado, dada su condición eminente, está llamado a una alta elevada santidad. De hecho, leemos en el libro de Levítico: “[Los sacerdotes] serán santos para su Dios y no profanarán su nombre, porque ofrecen al Señor los sacrificios consumidos por el fuego, el pan de su Dios. Serán santos” (Levítico 21,5-6).

El sacerdote, al ejercer funciones sagradas, actúa en la persona de Cristo mismo, cabeza de la Iglesia, [9] teniendo no sólo la obligación de representar a Cristo ante los fieles, sino también actuar en nombre de toda la Iglesia, al presentar la oración de ella a Dios, especialmente con ocasión del sacrificio eucarístico [10]. Por tanto, la condición de quienes representan al Señor ante los fieles debe corresponder a la dignidad de tal misión, respetándose a sí mismo y haciéndose respetar por los demás.

Sin embargo, el sacerdote no sólo debe buscar su santificación personal, sino que tiene “el munus de santificar”[11]. Por eso, el Señor Dios dice en el libro de Ezequiel: “¡Ay de los pastores de Israel que sólo cuidan sus propios pastos! ¿No es su rebaño el que los pastores deben pastorear? (Ez 34, 2).

Así, la Santa Iglesia enseña que los sacerdotes deben trabajar, predicar y enseñar (cf. 1Tm 5, 17), creyendo en lo que han leído y meditado en la ley del Señor, enseñando lo que creen y viviendo lo que enseñan, [12] además de “ascender de la tierra al cielo para rendir homenaje a toda la humanidad, y descender del cielo a la tierra con las manos llenas de bendiciones, para derramarlas sobre los hombres”. [13]

Por Denis Sant’ana

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[1] Cf. CONCILIO VATICANO II. Presbyterorum Ordinis, n. 2.

[2] Cf. S. Th., [Suppl.], q. 34, a. 3.

[3] Cf. (At 6, 1-6).

[4] Cf. CONCÍLIO VATICANO II. Lumen Gentium, 29; Sacrosanctum Concilium, 35, 4. Ad gentes, 16.

[5] Cf. CONCÍLIO VATICANO II, Lumen Gentium, n. 28.

[6] Id., 21.

[7] Cf. CEC 1554.

[8] CIC 1024; cf. CEC 1577.

[9] Cf. CONCÍLIO VATICANO II, Op. cit., 10. Cf. etiam: CEC 1548.

[10] Cf. CONCÍLIO VATICANO II, ibid.

[11] Cf. PONTIFICAL ROMANO. Op. cit., p. 75.

[12] Cf. CONCÍLIO VATICANO II, Op. cit., n. 28.

[13] TANQUEREY, Adolphe. Op. cit.

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