Todo lo que le sucedió al Verbo de Dios encarnado, Nuestro Señor Jesucristo, tiene un altísimo nivel de sabiduría, incluido el hecho de que nació en una fría gruta de Belén.
Redacción (24/12/2023, Gaudium Press) Debido a criterios distorsionados, es común encontrar personas para quienes la idea de superioridad significa exhibir los signos de poder y/o fama, no carecer de bienes materiales, y en resumen, recibir una “sonrisa de la suerte” todos los días.
Sin embargo, precisamente para romper con esta mentalidad, el Salvador del mundo, “por quien y para quien fueron hechas todas las cosas” (cf. Col 1,16) quiso comenzar su vida en esta tierra naciendo en una cueva, acostado en un pesebre y envuelto en fajas.
El propio San Juan escribe en el prólogo de su Evangelio que el Verbo “vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Juan 1,11), y, ante esta falta de acogida, tuvo que nacer el Niño-Dios. escondido y rechazado en la pequeña ciudad de Belém: “¡Desastre!” – piensan los superficiales; “¡maravilla” – gritan los hombres de fe.
De hecho, como dice el proverbio, “Dios escribe derecho en líneas rectas; somos nosotros los que las vemos torcidas…”
Todo lo que es hecho por Dios tiene una razón de ser. Por lo tanto, todos los hechos de la vida de Nuestro Señor ocurrieron como resultado de una Sabiduría inmensa –o, en otras palabras, divina–. Un ejemplo llamativo y sublime de esta verdad es el propio nacimiento del Niño Jesús, narrado con más detalle por san Lucas (cf. 2,1-20), cuyas circunstancias, a primera vista incompatibles con el nacimiento de un Dios, fueron permitidas por la Divina Providencia.
Ahora bien, ¿cómo podemos discernir tal perfección en el nacimiento de Jesucristo? Santo Tomás de Aquino explica: “Cristo quiso nacer en Belén por dos motivos. En primer lugar, porque «es de la descendencia de David según la carne» (Rm 1,3), como se dice en la Carta a los Romanos. Por eso quiso nacer en Belén, donde también nació David, para que, por el mismo lugar de nacimiento, se manifestara el cumplimiento de la promesa que le había sido hecha. Esto es lo que muestra el evangelista cuando dice: “Porque era de la casa y familia de David” (Lucas 2,4). Y en segundo lugar, porque, como dice Gregorio: “Belén significa ‘casa del pan’. Y el mismo Cristo dice: ‘Yo soy el pan vivo, que descendió del cielo’”[1].
Si miramos por un momento el primer libro de Samuel, veremos el hecho ilustre de la elección y unción del rey David. Cuando el Señor vio que Samuel estaba afligido con Saúl a causa de sus pecados, le habló y le ordenó ir a Belén: “Llena tu cuerno de aceite y vete; te envío a Jessé de Belén, porque he elegido rey entre sus hijos; tú me ungirás al que yo envíe” (Cf. 2Sm 16,1.3). La historia ya la conocemos.
Pero entre los detalles de la narración, algo muy simbólico es que, entre todos los hijos de Jessé, el elegido era el único que cuidaba las ovejas de su padre: “David viene de entre las ovejas que apacienta y es nombrado pastor de Israel. (Cf. 2Sm 5,2). El profeta Miqueas mira ahora hacia el futuro lejano y anuncia que de Belén surgiría Aquel que un día pastorearía al pueblo de Israel (Cf. Miqueas 5,1-3): Jesús nació entre los pastores; Él es el gran Pastor de los hombres (1P 2,25; Heb 13,20)”. [2].
¿Por qué no en Jerusalén?
Por otro lado, no debemos olvidar que la ciudad por excelencia para el pueblo elegido fue Jerusalén. Allí estaba el Templo, la casa de Dios. Encontramos en el libro del profeta Isaías un curioso pasaje que, aparentemente, podría parecer una refutación del argumento de Santo Tomás sobre la conveniencia de que Cristo naciera en Belén. El propio Doctor Angélico recuerda este pasaje, a modo de objeción: “La ley vendrá de Sión y la palabra de Dios de Jerusalén”. Ahora, Cristo es la verdadera Palabra de Dios. Por tanto, debía venir al mundo en Jerusalén. [3]
A lo que él mismo Santo Tomás responde: “Hay que decir que David nació en Belén, pero eligió Jerusalén para ser la sede de su reino y construir allí el Templo de Dios. Así, Jerusalén se convertiría en ciudad real y sacerdotal. Pero el sacerdocio de Cristo y su reino se realizaron principalmente en su pasión. Por eso le convenía que, para nacer, eligiera Belén y para su pasión, Jerusalén.
“Además, desenmascaró la gloria de los hombres que se sienten orgullosos de haber nacido en ciudades famosas, en las que principalmente quieren ser honrados. Cristo, por el contrario, quiso nacer en una ciudad sin nombre y sufrir afrentas en una ciudad famosa”. [4]
Finalmente, de tales enseñanzas surge una lección eminente, transmitida por San Pablo: “Al que es necio en el mundo, Dios lo escogió para confundir a los sabios; y al que es débil en el mundo, Dios lo ha elegido para confundir a los fuertes; y lo que hay de vil y despreciable en el mundo, Dios lo escogió, como también aquellas cosas que nada son, para destruir las que son” (1 Cor 27-28).
Por Juan Pedro Serafim
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[1] Cf. TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. São Paulo: Loyola, v. 8, 2002, III, q. 35, a. 7, co. (trad. Loyola).
[2] BENTO XVI. Jesus de Nazaré. Dois Irmãos: Minha Biblioteca Católica, 2021, p. 61.
[3] S. Th., III, q. 35, a. 7, ad 1.
[4] Ibid.
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