La Redención realizada por Jesucristo llegó a nosotros a través de la Virgen María.
Redacción (12/01/2024, Gaudium Press) Dada la aguda ignorancia religiosa que reina en nuestros días, no faltan los que piensen que la Iglesia da a Nuestra Señora el título de Madre del género humano simplemente para describir de algún modo los sentimientos afectuosos y protectores que Ella siente hacia los hombres. Puesto que estos sentimientos son propios de las madres, por analogía Nuestra Señora sería también nuestra Madre. Y siendo pobres mendigos con relación a Ella, en su generosidad nos protege como si fuéramos sus hijos.
Gravedad del pecado original
La realidad, sin embargo, es muy diferente. No somos hijos de la Virgen simplemente por una adopción afectiva. Ella no es nuestra Madre sólo en el terreno ficticio o en el orden sentimental, sino con toda objetividad en el orden verídico de la vida sobrenatural.
Antes del pecado original, nuestros primeros padres, que vivían en el Paraíso, fueron creados por Dios para la gloria celestial, que podían alcanzar cruzando los umbrales de esta vida en un tránsito que no tendría el dolor sombrío de la muerte, sino el esplendor de una glorificación.
Sin embargo, el pecado original, al romper la amistad con Dios en la que vivía la humanidad, cerró la puerta del cielo a los hombres y obstruyó el libre curso de la gracia de Dios hacia ellos. En otras palabras, con el castigo del pecado original, los hombres perdieron todo derecho al cielo y a la vida sobrenatural de la gracia.
Aunque no fue extinguida, es decir, no perdió la vida terrenal, la raza humana perdió, eso sí, el derecho a la vida sobrenatural. Y sólo podría recobrar esa vida presentando a la justicia divina una expiación proporcionada a la enormidad de su pecado.
No es apropiado discutir aquí la naturaleza de este pecado. Es indudable que todos los teólogos, sin excepción, afirman que el pecado de Adán no tiene nada en común con el pecado de impureza, contrariamente a una versión muy difundida en el pueblo. Pero la narración bíblica muestra claramente los refinamientos de rebeldía que agravaron considerablemente el delito de nuestro primer padre.
De hecho, uno de los elementos para evaluar la gravedad de una ofensa es medir la dignidad de la persona ofendida. Una misma impertinencia cuando se le dice a un hermano es mucho menos grave que cuando se le dice a un papá. Un chiste común entre colegas podría constituir una grave irreverencia si se hiciera a un Jefe de Estado, y así sucesivamente. Ahora bien, Dios es infinitamente grande. Por eso no es difícil evaluar la gravedad del pecado original. Una ofensa hecha al Infinito sólo podía ser restaurada convenientemente por medio de una expiación infinitamente grande. Y no está en el poder del hombre, que es un ser contingente por naturaleza y envilecido por el pecado, ofrecer al Creador un desagravio tan valioso. Por lo tanto, aquello que nos unía a Dios parecía haber sido definitivamente cortado, e irremediable la humanidad se arrojaba locamente a la decadencia traída por el pecado.
Nuestra Señora transmitió la naturaleza humana al Salvador
Para remediar tan insoluble situación, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, encarnándose en el purísimo seno de la Virgen María, asumió la naturaleza humana sin perder nada de su divinidad, y el Hombre-Dios, así constituido, pudo presentarse a la justicia del Padre como el Cordero expiatorio del género humano. De hecho, como Hombre, Nuestro Señor Jesucristo podía ofrecer una reparación que era verdaderamente humana. Pero en virtud de la dualidad de las naturalezas existentes en Él, esta expiación, aunque humana, tenía un valor infinito, ya que consistía en la efusión generosa y superabundante de la Sangre infinitamente preciosa del Hombre-Dios.
Así, en el sacrificio del Calvario, Nuestro Señor apaciguó la justicia divina e hizo renacer para el cielo y a la vida sobrenatural de la gracia, a la humanidad que estaba absolutamente muerta en todo lo que tenía que ver con lo sobrenatural. Si Dios, uno y trino, es nuestro Creador, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, encarnándose, se convirtió en nuestro Padre por un título muy especial, que es el de la Redención. Jesús, al morir, nos dio la vida sobrenatural. Y el que da la vida es verdaderamente padre, en el sentido más amplio de la palabra.
Si el género humano pudo beneficiarse de la Redención, fue porque la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se hizo Hombre, ya que el pecado de los hombres debía ser reparado.
Ahora bien, si Jesucristo asumió la naturaleza humana, lo hizo en la Virgen María, y así Ella cooperó de manera eminente en la obra de la Redención, transmitiendo al Salvador la naturaleza humana que en los designios de Dios era una condición esencial para la Redención. Además, María Santísima ofreció a su Hijo de una manera total y supremamente generosa como víctima expiatoria, y aceptó sufrir con Él, y por Él, el océano de dolores que la Pasión hizo brotar en su Inmaculado Corazón.
Así, pues, la Redención nos vino por medio de la Virgen María, y su participación en la obra de la resurrección sobrenatural del género humano fue tan esencial y tan profunda que se puede afirmar que María cooperó para hacernos nacer a la vida de la gracia. Por lo tanto, ella es, auténticamente, nuestra Madre. Subrayando, pues, que no se trata de digresiones sentimentales o literarias, sino de realidades objetivas que, aunque sobrenaturales, son, sin embargo, absolutamente verdaderas, y por eso mismo son sobrenaturales.
Invitando a los fieles a adorar al Santísimo Sacramento, la Iglesia exclama en la Sagrada Liturgia: Quantum potes, tantum aude, es decir, ten la audacia de amar tanto como tu corazón te lo permita.
Verdad teológica profundamente medular
Lo mismo hay que decir a esta altura. Ante la maravillosa realidad de la maternidad de María en relación con los hombres, realidad que constituye una verdad seria, teológica, profundamente medular, el hombre debe romper decididamente para que se dilaten plenamente los estrechos límites de su corazón, sin miedo, y navegue sin recelo por el océano de amor que se despliega ante sus ojos. Los artificios de la retórica humana no son indispensables aquí. Una reflexión madura de la realidad bastará para llenar al hombre de amor.
De acuerdo con toda la doctrina católica, San Luis Grignion de Montfort apunta a las grandezas de Maria Santísima. Demostrando que es Madre, ¿qué es más conveniente y más necesario que el conocimiento de la dignidad suprema y de la misericordia insuperable que Ella posee?
Santo Tomás de Aquino dice que Nuestra Señora recibió de Dios todas las cualidades con las que Dios pudiera colmar a una criatura. Por lo tanto, Ella se encuentra en la cúspide de la Creación, cimentando su trono por encima de los más altos coros angélicos y siendo inferior únicamente al propio Dios, quien, como infinito que es, está infinitamente por encima de todos los seres, incluida Nuestra Señora.
Se acostumbra decir que Nuestra Señora brilla más que el sol, tiene la suavidad de la luna, la belleza de la aurora, la pureza de los lirios y la majestad de todo el firmamento. Mucha gente asume que todo esto no pasa de hipérboles. Sin embargo, estas comparaciones pecan por su irremediable deficiencia. El sol, la luna, la aurora y todo el firmamento son seres inanimados y, por lo tanto, están colocados en la última escala de la Creación. Es inadmisible que Dios los haga tan hermosos dándole al hombre dones menores. Y por esta misma razón, la más menospreciada de las almas de aquellos que han muerto en paz con Dios tiene una belleza que supera incomparablemente a la de todas las criaturas materiales.
¿Qué decir, entonces, de Nuestra Señora, colocada incalculablemente más arriba no sólo de los más grandes santos, sino incluso de los ángeles más exaltados en dignidad ante el trono de Dios? Un campesino que fuera a asistir a la ceremonia de coronación del rey de Inglaterra, volviendo a su ambiente nativo, probablemente no encontrara otros términos para explicar la magnificencia de lo que vio, sino afirmando que fue más hermoso que las fiestas en la casa de don Tónico, el hombre menos pobre de la zona. Si el rey de Inglaterra oyese esto, ¿qué otra cosa podía hacer además de sonreír? Porque nosotros, cuando tratamos de describir la belleza de Nuestra Señora en los escasos términos del lenguaje humano, jugamos el mismo papel… y Ella también sonríe.
Único canal necesario
No es de extrañar, entonces, que sea verdad de Fe que Dios se complace tanto con Nuestra Señora que siempre concede una petición hecha a través de Ella, aunque no cuente sino con su apoyo. Y que si todos los santos pidieran alguna cosa que no fuera a través de Ella, no obtendrían nada. Porque, como dice Dante, querer orar sin Ella es lo mismo que querer volar sin alas…
Así, pues, todas las gracias nos vienen de Nuestra Señora, Ella es la medianera universal de todos los hombres junto a Nuestro Señor Jesucristo.
Pero si todas las gracias nos vienen de Ella, y si nuestra vida espiritual no es más que una larga sucesión de gracias a las que correspondemos, o renunciamos a tener una vida espiritual, o debemos entender que será tanto más dulce, más intensa y más perfecta, cuanto más cerca estemos de ese único canal de gracias que es Nuestra Señora. Dios es la fuente de la gracia, Nuestra Señora el único canal necesario, y los santos meras ramificaciones, venerables y dignas de gran amor, del gran canal que es Nuestra Señora.
¿Queremos tener la gracia inestimable del espíritu católico? ¿Queremos tener la inapreciable virtud de la pureza? ¿Queremos tener el tesoro sin precio que es el don de fortaleza, queremos ser a la vez mansos y enérgicos, humildes y dignos, piadosos y activos, meticulosos en nuestros deberes y enemigos de los escrúpulos, pobres de espíritu, aunque vinculados a las riquezas del mundo, en una palabra, fieles y devotos servidores de Nuestro Señor Jesucristo? Vayamos al trono que Dios ha dado a Nuestra Señora, y en el descanso amoroso de la Iglesia Católica, nuestra Madre, pidamos a Nuestra Señora, también Madre nuestra, que nos haga semejantes a su Divino Hijo.
(Artículo del prof. Plinio Corrêa de Oliveira, extraído de El Legionario n. 378 del 10/12/1939. En: Revista Dr. Plinio, Enero 2024 )
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